A propósito de Star Wars VII
Me resulta muy difícil decir algo del último episodio de La Guerra de las Galaxias (Parte VII: El Despertar de la Fuerza), un indudable entretenimiento para niños de hasta doce, digamos trece años de edad. Sonido y furia sin matices, ruido y luces, chapa y neón, vértigo y vacío, poco más que eso. Los decorados, personajes y situaciones recuerdan el batir de un tambor: un segundo están, al otro segundo no están, y así durante dos interminables horas. El cine transformado en una montaña rusa donde al espectador sólo le queda pestañear entre estallidos lumínicos diversos y una amorfa banda sonora que mayormente sirve para acompañar las explosiones. Wikipedia nos sorprende gratamente al calificar a StarWars como dentro del género “Space opera”, algo así como “Teleteatro del espacio”. Antes las hacían de cowboys, ahora son del espacio. En su reseña para La Cueva de Chauvet, Pablo Ceccarelli la resume con precisión: “La saga de StarWars se convirtió en una herramienta al servicio del marketing y la industria que se recompone y regresa para consolidarse en nuevas generaciones y en las viejas que no pueden escapar a la nostalgia.”
El objetivo de esta nota no es reseñar la peli sino reproducir y comentar algunos conceptos vertidos por John Wight en su artículo “StarWars y la muerte del cine americano”, publicado a fines del año pasado en el sitio web CounterPunch. El autor comienza señalando el uso frecuente del cine como herramienta de propaganda. Acto seguido argumenta que tanto George Lucas (el creador de StarWars y director de los primeros episodios de la serie) como Steven Spielberg constituyen figuras surgidas en el seno de la reacción al fenómeno contracultural ocurrido en los EEUU durante los sesenta y comienzos de la década de 1970. “Lucas y Spielberg alcanzaron la fama a mediados de los setenta con películas que, más que atacar o cuestionar al establishment, celebraron el papel de este último como protector y árbitro de la moral de la nación”. En su opinión, esta época, que coincide con el agotamiento de los movimientos contraculturales, permitió al cine estadounidense restaurar la mitología del American dream y su carácter de bastión de la democracia. Desde el punto de vista formal, estos nuevos directores habrían de enfatizar el espectáculo cinematográfico en desmedro de la profundidad de la historia o la densidad de los personajes. La aplanadora cerebral de esta nueva narrativa cinematográfica sería entonces algo así como: “están los buenos y están los malos; nosotros somos los buenos; punto”. De hecho, Wight sugiere que la StarWars original de George Lucas tuvo el efecto de volver a hacer sentir bien a los estadounidenses con ellos mismos. Los malos son los otros. Al respecto, y volviendo a la cuestión del cine como propaganda, el autor señala un detalle de la última StarWars: la utilización de un personaje muy parecido al actual presidente ruso, Vladimir Putin, como uno de los generales del bando de los malos (el diabólico Kylo Ren).
Qué quieren que les diga; en mi opinión, ni eso. StarWars Episodio Siete es, ni más ni menos, un instrumento de tortura. El equivalente a agarrar a un tipo en la calle y darle con una maza en la cabeza hasta que se le empiece a caer la dentadura por la boca. Lo que queda de esa golpiza es un engendro babeante e incoherente, incapaz de ir al baño sin hacerse pis en los calzones. Este relativamente nuevo estilo de violencia ilimitada con la psiquis de las personas no comenzó con StarWars ni terminará con ella. Hablamos del cine del Fin del Imperio, de una herramienta específica para achicar cabezas, embrutecer conciencias, demoler pautas de conducta, asimilar (digámoslo de una vez) la idea de el genocidio de tres o cuatro millones de personas que viven al otro lado del mundo no está tan mal después de todo. Dos horas de gritarle a la gente que ya no existen más los semitonos, las sombras, los claroscuros, los matices. Nada. Palo y a la bolsa, y si no están con nosotros es porque están en contra.