Borrón y cuenta vieja
Star Wars VII es, al mismo tiempo, una extraordinaria puesta en valor y una negación de las ideas que el creador de la saga expuso en los episodios I (La amenaza fantasma, 1999), II (El ataque de los clones, 2002) y III (La venganza de los Sith, 2005). Una rebelión pautada y a la vez la reafirmación de la permanencia de los episodios IV (La guerra de las galaxias, 1977, luego rebautizada “Una nueva esperanza”), V (El imperio contraataca, 1980) y VI (El regreso del Jedi, 1983). Un trabajo cumplido casi a la perfección y a la vez una renuncia a cualquier innovación. Y, por sobre todas las cosas, la reafirmación -una vez más, por si hiciera falta- de la estatura artística de J. J. Abrams y a la vez la dilución de su identidad.
Vamos por partes. La trilogía I, II y III, dirigida por el propio George Lucas, tuvo altos componentes de decepción: personajes objetados casi furiosamente, elecciones de casting caras y poco creativas, narrativa arenosa. Pero, sobre todo, se trataba de una apuesta conceptualmente errónea. La intensa digitalización absurda del mundo de Star Wars -o, en otros términos, su antibazinianismo irreflexivo- hizo que estas películas se vieran falsas e “intocables”, hasta con innecesarias frutas digitales mal resueltas. Esa digitalitis -que el III sufrió un poco menos- contagió también, con modificaciones y retoques innecesarios, a los episodios IV, V y VI, relanzados en “ediciones especiales”. Había además, en las precuelas, una suerte de ostentación de casting, de mostrar “mirá a todos los que puedo contratar” antes que una elección arriesgada de gente que no fuera estrella (y cuando se salía de ese libreto, con Hayden Christensen por ejemplo, se fallaba). A diferencia de los episodios IV, V y VI, los I, II y III tres no convirtieron a nadie en estrella. El VII muy probablemente, casi con seguridad, ya lo ha hecho. Por otro lado, Lucas aparentemente creía que el grueso del público de Star Wars quería saber cómo se había llegado al universo de la trilogía original. Pero el público, evidentemente, y lo demostraron las recaudaciones menores de la II y de la III que de la I, quería otra cosa: la reactivación de la historia detenida al final del Regreso del Jedi.
La película de J.J. Abrams ignora galácticamente las precuelas, y más allá de la distancia en términos de historia con respecto a la III, es muy significativo que no busque integrarse con ellas. Si El despertar de la fuerza es una remake general y una puesta al día del universo de Star Wars, lo es de las IV, V y VI que, producidas entre fines de los setenta y principios de los ochenta, han quedado mucho más vigentes que las I, II y III, antiguallas de digitalismo rudimentario de fines de los noventa y comienzos del nuevo siglo. Lamentablemente Abrams -en uno de las escasos yerros de su película- incurre en el digitalismo vaporoso hologramático -para peor, en su versión Andy Serkis- con el personaje de Snoke.
A diferencia de su gran trabajo de reelaboración cromática y rítmica de las dos Star Trek, en donde puso vida cinematográfica en donde casi no la había, en esta Star Wars Abrams -sí, mantiene unos cuantas luces que dan de frente en el objetivo- hace un trabajo más undercover: la puesta en movimiento de un gigante que estaba aletargado desde mediados de los ochenta. Abrams ya había demostrado que podía ser magistral y desde, sobre y con el espíritu del cine de los ochenta con Súper 8. La nueva Star Wars es un negocio recíproco: Star Wars usa al mejor director mainstream surgido en el siglo XXI, que a su vez tiene el privilegio de despertar a la fuerza de forma convencida y convicente. Si a eso se suma que volvió al guión Lawrence Kasdan, estamos ante una ganancia generalizada para el cine de presupuesto gigante. El despertar de la fuerza es una de esas películas en la que los creadores a cargo saben que se trata de una obra colectiva, mayor a la suma de las individualidades, en la que el brillo del uniforme de los stormtroopers formados en la obvia disposición de acto fascista es también parte fundamental de la propuesta. Abrams, con esta película, resigna cualquier búsqueda de originalidad en aras del rescate emocional y hasta táctil de una galaxia que había quedado muy lejana, tapada parcialmente por las tropelías de las precuelas. Y, al hacerlo, más que diluir su identidad lo que hizo es reafirmarla, al demostrar que su individualidad creadora está hecha, en buena parte, de esas películas, de las tres que hicieron perdurable a este gran invento de Lucas de los setenta.