Es sal
Ninguna de los adjetivos con los que se me ocurre describir a Star Wars: Los últimos Jedi supone un valor en sí mismo. Diría que es una película, ante todo, distinta. Diría, también, que es una película novedosa y, también, que es una película rebelde. Nada de eso es un mérito en sí mismo si fuera solamente eso. El gran valor de Los últimos Jedi recide en que, justamente, no lo es. Considerar Los últimos Jedi poniéndole el peso de sus siete capítulos precedentes es, en buena medida, un error. Es cierto que la franquicia, como toda franquicia, tiene una identidad propia, una serie de reglas que, como todas las reglas artísticas, se fueron codificando únicamente a través de la repetición y de la insistencia. Pero también es cierto que Star Wars no es una (eventual) enealogía, sino un conjunto de tres trilogías. Si hay algo que no se le puede reprochar jamás a George Lucas, a pesar de los mamarrachos de las precuelas, es el haber hecho lo mismo que en el pasado. Las precuelas son, indudablemente, distintas a las películas originales. El tono es distinto, la estética es distinta, la ambición y la ejecución son distintas. A pesar de todas sus falencias, las precuelas trataron de hacer algo distinto.
El mamarracho y la cantidad de papelones que hay en las precuelas han sido deslgosados de manera casi psicópata en internet y no es pertinente a lo que nos reúne ahora. Destaquemos, entre todo ese lío, lo que las precuelas sí hacen bien. George Lucas buscó algo distinto, algo novedoso e inesperado en relación a, acaso, una de las obras artísticas más importantes del siglo XX. Pero el mérito, el gran mérito de George Lucas, fue que encontró la manera de que esa novedad y esa búsqueda de algo distinto fuera coherente con la historia que estaba contando. La novedad estaba al servicio del relato y no viceversa.
Me permito un momento de fundamentalismo cinematográfico: una película no es solamente una historia, pero sí es ante todo una historia. Las ideas subyacentes, las miradas sobre el mundo, deben transpirar orgánicamente lo que sucede, no estar forzadas ni puestas en el foco. Si la historia es coherente y redonda, la idea va a estar clara sin necesidad de ser resaltada. Un caso en el que esto no sucede, por dar un ejemplo, es Birdman, de Iñárritu. La historia pareciera que fuera una excusa para dar una clase sobre arte, pero la historia propia de la película, el primer nivel de la historia, a Iñárritu no le interesa en lo más mínimo.
Tanto El despertar de la fuerza y Los últimos Jedi (como miles de otras películas, obvio, pero estamos hablando específicamente de Star Wars) tienen una idea clara. El despertar de la fuerza es una reflexión sobre sí misma: completa un círculo empezado con La guerra de las galaxias en 1977. La primera quería homenajear el cine y los seriales que George Lucas consumía en su infancia, tomando elementos de ellos y reproduciéndolos literalmente en la película (la estructura del “camino del héroe”; el mundo, que tenía más de fantástico que de ciencia ficción “real”; el título y el text crawl iniciales; incluso la música de John Williams repetía leit motifs de obras anteriores). El despertar de la fuerza repite este proceso, pero cierra el círculo incluyendo a la propia La guerra de las galaxias en esa bolsa de referencias. La película original se convirtió ella misma en un elemento fundamental de la cultura popular. Fue para J.J. Abrams lo que aquellos viejos seriales fueron para George Lucas. De allí la historia familiar, la insistencia (justa y medida) sobre la nostalgia. No dejaba, sin embargo, de ser una película en sí misma, con sus propias invenciones y sus propios méritos.
Dijimos que cada trilogía es un paquete cerrado, distinto a las otras. El gran núcleo de la trilogía nueva estaría, aparentemente, cargado de cierto posmodernismo peligroso. Peligroso en tanto puede terminar atentando contra sí mismo. Los últimos Jedi tiene otra idea que, a su manera, se relaciona más con la ambición de George Lucas en las precuelas que con la trilogía original, pero no deja de preguntarse a sí misma qué lugar ocupa en una saga que lleva cuarenta años y nueve películas (contando Rogue One).
En este contexto entra Rian Johnson a escena. Donde las precuelas fallaban (aunque noble y coherente, la ejecución de la novedad era torpe) Johnson acierta. Los últimos Jedi es una película, ante todo, inesperada. Es cierto que Johnson elige romper con ciertas expectativas a las que la saga nos tiene acostumbrados. Es cierto que esas expectativas las rompe con giros narrativos impactantes que para algunos y en una primera lectura (errada) parecieran ser meros efectos rebeldes, adolescentes, de un tipo que solo le interesa mostrarse subversivo y “efectista” (sea lo que sea que signifique eso). El error en esta lectura sesgada es que esos giros no son para nada caprichosos. Los giros a los que me refiero, concretamente, son tres: la muerte de Snoke, la revelación de que los padres de Rey no son importantes y el exilio y posterior redención de Luke.
En Los últimos Jedi hay dos ideas sobre el mundo que chocan. Así como está el lado oscuro de la fuerza y está la luz, también está la añoranza del pasado, las leyendas y el desprecio por el mismo. La gran ideología que parece dominar toda la película (hasta el final) es con la que insiste Kylo Ren: “Let the past die”. La idea predominante de Los últimos Jedi es que las cosas no son necesariamente blanco y negro. Hay grises. La obsesión por alejarse del pasado, por dejarlo morir, parece ser la que lleva a Johnson a matar a Snoke en la mitad de la película, a extirparle a su protagonista cualquier pizca de linaje especial que pueda tener, a plantear una trama demencialmente simple que se parece más a Mad Max: Fury Road que a cualquiera de las películas anteriores de la saga. Las reglas que alimentaban todas esas películas parecen no correr más. Pero esto no es caprichoso, sino que supone una continuación lógica no solamente (aunque sí esencialmente) de lo planteado en El despertar de la fuerza y también en el final de El regreso del Jedi. La desesperación de Rey por encontrar su lugar, su pertenencia, está atada a encontrar su origen. Kylo Ren vivía obsesionado con Darth Vader cuando en realidad era un niño caprichoso, con berrinches. Luke, en el momento de mayor necesidad de la Resistencia, no apareció.
A partir de esas semillas, Johnson explora a los personajes de manera coherente y orgánica, los deja desenvolverse en el mundo acorde a sus necesidades y no a lo que las expectativas (equivocadas y necias, a mi parecer) de los demás dictan. Las ideas extremas de la película, la oscuridad y la luz, matar al pasado y preservarlo, se demuestran, por el propio desarrollo de los personajes, como nociones erradas e inmaduras. El mundo es complejo y el mundo de Star Wars siempre fue complejo, al menos desde el momento en el que un joven granjero descubrió que el tipo más malo de toda la galaxia era su padre. Esa complejidad lleva a encontrar grises, puntos medios. La propia idea de los grises, de los conflictos dentro de los personajes que se debatían entre el bien y el mal, la plantó el propio Lucas con la redención de Vader en El regreso del Jedi. Esa redención no podría haber sido posible jamás de no existir en Anakin una lucha interna.
Los últimos Jedi se da el lujo de jugar con el mundo que ha heredado y encuentra en ese juego un lugar para la novedad orgánica y natural. Lo dice uno de los soldados en Crait: no es hielo, es sal. No es una película fría. Es otra cosa. Es distinta.