El ansiado posee una fineza cinematográfica única para la saga. Su energía es inagotable: en sus 152 minutos nunca merman ni la acción ni el humor.
Dos frases se repiten en Los últimos Jedi: “Destruir las leyendas” y “dejar atrás el pasado”. Tales sentencias serán el corazón conceptual de este Episodio VIII y marcarán la autoconciencia de su director, Rian Johnson, al momento de lidiar con un fenómeno de proporciones religiosas. ¿Hasta cuándo el público será hechizado por la nostalgia? ¿Cómo construir algo nuevo sobre los monumentos del pasado? ¿Puede Star Wars refundarse como narrativa sin traicionar su esencia?
El despertar de la fuerza fue un declarado homenaje a la saga original, una cautelosa presentación de nuevos personajes y conflictos sin despegarse de una estructura bastante previsible. Afortunadamente, con Los últimos Jedi no puede decirse lo mismo: su guión ya presenta una arquitectura sofisticada que divide al relato en dos tiempos narrativos: la persecución de la Primera Orden contra las flotas de La Resistencia a lo largo de la galaxia (el presente de la película, por decirlo de algún modo) y el entrenamiento de Rey en una isla ancestral con Luke Skywalker durante el transcurso de varios días.
La destreza de Rian Johnson es indiscutible: salta de una temporalidad a otra con total naturalidad, haciéndolas confluir sobre el último tercio del filme. Los últimos Jedi tiene algo que a las anteriores entregas les costaba conseguir: cohesión en sus múltiples tramas, una organicidad rítmica que no descansa pero tampoco agobia. Las dos horas y media de película consisten en una persecución agónica y a partir de allí se irán desprendiendo micro aventuras. Esta estrechez temporal es toda una novedad para una saga adicta al compartimento episódico.
La apropiación de Rian Johnson también se vislumbra en pequeñas herejías que consisten en juegos de montaje, exploraciones sonoras y planos detalles decisivos pero disimulados. Estas travesuras plásticas le aportan altura cinematográfica a la saga, le otorgan una originalidad que no llega a romper con las leyes sagradas de lo que debería ser una película de Star Wars. Porque sí: tendremos un surtido de bichos destinado a convertirse en merchandising (atención a la delirante secuencia del casino), enfrentamientos con espadas láser, batallas de naves y lecciones sobre la fuerza.
Luces y sombras
Pero también tendremos una propuesta más aggiornada para entender esta idea de balance entre luz y oscuridad, que vendrá de la seducción mutua entre Rylo Ken y Rey. En este vínculo zigzagueante, casi histérico, la saga se refresca y recupera su grandeza mitológica. Los diálogos entre Adam Driver y Daisy Ridley son honestos, tensos y desgarradores, y la escena en la que ambos se disputan un sable láser está destinada a pasar a la historia como uno de los encuadres más bellos de la saga. Hay, además, una complejidad actoral en esta nueva generación que no la aporta ni Mark Hamill y mucho menos la fallecida Carrie Fisher, encasillados en métodos anacrónicos y sobregesticuladores.
El universo creado por George Lucas finalmente se ha emancipado y sus mutaciones serán infinitas.