Conduciendo a Sadie
Starlet (2012), película de Sean Baker conocida en el festival de Mar del Plata y el BAFICI, está centrada en la particular relación que se establece entre una joven de 21 años y una anciana de mal carácter.
Si leyéramos un sintético argumento de Starlet (de esos que aparecen en las grillas de programación y tienden a ser “gancheros”) posiblemente no nos imaginaríamos la película que en efecto es. Sobre todo, porque tal síntesis argumental señalaría que Jane y Sadie son distintas, claro. Muy distintas. Y la construcción de relatos sobre la base de personajes disímiles ha dado una gran variedad de films que, en muchos casos, son comedias pasatistas o lisa y llanamente anodinas. Pero esta película supera esa medianía, en gran parte porque su aparente liviandad está dada por la luminosidad de Jane. La diferencia está dada porque esa misma luminosidad de Jane es la que hace de su encuentro con el otro personaje un motivo de fricción que enriquece nuestra mirada sobre ambas.
Starlet comienza con un equívoco. La malhumorada Sadie le vende a Jane un jarrón, en una de esas ferias de garaje que hemos visto miles de veces. Lo que ignoran es que dentro de ese jarrón hay 10.000 dólares. Hasta que, claro, la muchacha se da cuenta. Y comienza a gastar, en lo que se supone gastaría una muchacha de su edad. Pero Jane es, además de “una muchacha de su edad”, una aspirante a estrella porno. Y es un mérito que la película haga de esa cuestión un hecho más, que no tematice al respecto, que tan sólo ingrese a su ambiente como si fuera lo más cotidiano del mundo. Porque para Jane es eso: un universo cotidiano.
Con bastante culpa, la chica se acerca a la anciana para brindarle su ayuda. Siempre tensa, distante, finalmente Sadie accede a que la lleve a su auto para hacer las compras. Otro mérito de la película: adosar a la naturalidad de Jane (jamás asociada a un “naturalismo”) una serie de diálogos ingeniosos que nos revelan más de las dos mujeres. De esta manera, la relación se hará cada vez más cercana y ya nada será igual.
Esa personalidad lozana, desaforada y encantadora de Jane parece una metonimia del Valle de San Fernando, uno de los sitios más “buena onda” que el cine independiente norteamericano nos ha dado recientemente. Dentro de esa órbita, la pátina demodé del salón en donde Sadie juega al bingo, o el improvisado set de filmación en donde Jane es filmada teniendo sexo (entra y hace lo suyo, como una adolescente que entra a un local a vender hamburguesas), son ampliaciones de una ciudad que parece una locación de los videoclips de los Beach Boys.
Si la película vira hacia un terreno más emocional (con un final “sorpresivo”) sin traicionar ese tono liviano, el mérito está dado esencialmente por la inmensa presencia cinematográfica de Dree Hemingway (señalada mi veces como la biznieta del famoso escritor). La labor de Besedka Johnson, la actriz no profesional que interpreta a Sadie y murió poco después de terminar la filmación, no es menos importante, pues en la tesitura y apatía del personaje consigue generarnos ternura. Ternura, ese sentimiento que el cine pocas veces representa sin sensiblería. Como en Starlet.