Un retrato con el foco en la tristeza
A partir de un prólogo y epílogo perfectos, de obsesión formal y artesanal, la película de la directora Maria Schrader indaga en los fantasmas de un escritor obligado al exilio. Los efectos de la guerra se hacen más palpables.
Organizada a través de capítulos situados en el continente americano, antes y durante el exilio, Stefan Zweig: Adiós a Europa dedica su retrato al escritor con el foco puesto en el último tramo de su vida. Sin rasgos de biopic ni cosa parecida, el film de la alemana Maria Schrader ofrece una claridad formal que tiene rúbrica en la delineación de las primera y última escenas. Por un lado, ambas dejan admirar la pericia técnica en la organización del encuadre y sus movimientos internos; y por el otro, tales instancias ofician como prólogo y epílogo del drama, encausado de manera precisa, en donde los intertítulos valen de elipsis durante los viajes de Zweig.
Las escenas aludidas debieran ser consideradas, antes bien, secuencias. Se trata de planos quietos –aun cuando la primera de ellas ofrezca un leve movimiento de cámara sobre el final-, en donde el espacio se redescubre de manera amplia a través de puertas que se abren y espejos que reflejan. En el primer caso, la acción se sitúa en la recepción del gobierno de Getulio Vargas al escritor, narrado desde la preparación de la mesa, la comida, y los movimientos exactos del personal. Las puertas se abren, ingresa mucha gente, y entre ellos se evidenciará quién es quién, sin acento alguno por parte de la cámara, sino con la atención puesta en la coreografía del grupo y de su ubicación alrededor de la mesa. Las puertas, a su vez, harán surgir otros lugares, otros escenarios que lograrán prolongar el espacio visual.
La misma cualidad formal surge en el desenlace, con el suicidio de Zweig y su esposa, Lotte Altmann, como núcleo. Desde ya, conviene descubrir en el film cómo el montaje interno, en este plano siempre quieto, logra simetría, pantalla dividida, acción paralela, fuera de cuadro, con un diseño sonoro que profundiza todavía más el espacio no visto. Una artesanía en sí, que recrea con respeto algo tan íntimo –la muerte- mientras da cuenta de una confección cinematográfica de elaboración obsesiva. No hace falta, justamente, observar cuándo y cómo la pareja toma el veneno. El ardid cinematográfico se sitúa en otra parte.
La alemana Maria Schrader ofrece una claridad formal que rubrica en las escenas inicial y final.
Se elige hacer hincapié en esta apertura y desenlace porque ambos ofician como los paréntesis que la realizadora elige para la vida de su personaje. La decisión permite, por un lado, retratar a Zweig por fuera de su patria, siempre en suelo americano –Buenos Aires, Brasil, Nueva York-; por el otro, comentar de modo preferencial, insinuado, sin la necesidad de redundar en explicaciones que el espectador sabrá entrever o dado el caso, completar por su cuenta. En esta intención se sitúan, por ejemplo, el decir admirado de Zweig sobre el Brasil de Getúlio Vargas, o los silencios incómodos en los que insiste mientras le increpan sobre la situación de Alemania, al participar del congreso del PEN Club en Buenos Aires.
En suma, una miríada de cuestiones que no necesitan explicaciones, sino que son aspectos dedicados a delinear, desde la profundidad que presienten, la personalidad de alguien complejo, perturbado, cada vez más obligado a vivir contra su deseo.
Los capítulos sucesivos en la vida de Zweig profundizarán en esta elección dramática, como una hendidura que crece, situada de modo preferencial en el rostro impasible pero siempre gestual del actor Josef Hader, de una caracterización notable, capaz de comunicar un desasosiego al cual sólo el silencio sabrá dar amparo. Este silencio tiene, al menos, dos momentos ejemplares. Uno de ellos ocurre entre Zweig y su ex-esposa, cuando el apartamento de Nueva York se haya poblado de muchas voces, algunas provistas por cartas que piden ayuda desesperada desde el otro lado del océano, entre libros por editar, jazz, y recuerdos de otra vida en la forma de una torta de bienvenida. Los dos están sentados pero divididos por un diseño simétrico del cuadro, sumidos en el frío –es invierno, nieva profuso- aun cuando entre las paredes prevalezca la temperatura cálida. Hay algo en ese pliegue humano que no encuentra respuesta satisfactoria.
El otro silencio magistral le encuentra en compañía del periodista -también exiliado- Ernst Feder. Desde el balcón de éste, en Petrópolis, Zweig admira la naturaleza y dice recordarle una Semmering tropical. Aclara que nunca estuvo mejor que en Brasil, pero sin embargo el pesimismo le cae encima. No entiende cómo ningún país se declare opositor a la guerra. En ese momento se dibuja, se siente, la caída próxima. Son apenas unos segundos en donde nada se dice, mientras el verde brasileño suscita una extrañeza que es también letanía de lo que ha quedado atrás.
La tristeza, seguramente, sea el lugar desde el cual la realizadora ha elegido pintar este lienzo, dedicado al escritor austríaco. Tristeza que será pudor, cuando se asista a los momentos cruciales de su vida y muerte. Que no necesitará de ninguno de los trucos habituales, banales, desde los cuales ratificar lo que ya se sabe. Vale decir, en ningún plano del film se lo verá a Stefan Zweig escribir. Sino, mejor, embargado en sus caminatas y viajes de horas interminables, asediado por un calor abrasador y sumido en un invierno polar. Afectado por el cariño de quien ha sido su esposa y por quien lo es ahora. La situación, extraordinaria por horrible, sumida en guerra y exilios, le hace partícipe de idiomas y costumbres diferentes, en ese otro mundo al que mira con la esperanza de una luz que en Europa se ha apagado. Una convivencia pacífica, entre todos, como corolario de un film que inevitablemente interpela los tiempos que tocan. Un después que la carta última de Zweig desea, pero a lo cual él decide adelantarse.