Los últimos años de la vida del escritor austríaco, condenado al exilio luego del ascenso del nazismo, encuentran en la mirada de Maria Schrader un retrato tan reflexivo como conmovedor. La película podría pensarse como una elegía en forma de cartas postales enviadas desde las ciudades que lo albergaron en América, desde Buenos Aires a Nueva York, hasta su retiro final en Brasil. Cada instancia de su recorrido acentúa su pesimismo frente a la imponente naturaleza, su consciente extrañeza con esa Europa que se hacía bárbara mientras América daba tibieza a sus últimas horas. Consagrado novelista y biógrafo de excepción -basta para confirmarlo su notable María Estuardo-, Stefan Zweig fue el espejo de la atormentada generación de entreguerras, de la que también fueron expresión intelectuales como Thomas Mann o Theodor Adorno. El rigor de Schrader en su apuesta puede fácilmente confundirse con frialdad o academicismo. Nada más lejos de ello. Su cámara sostiene la distancia justa que exige el ánimo de su personaje, su desasosiego frente a la suerte de sus amigos y colegas judíos retenidos en Alemania, la reflexión de un arte que se torna impotente frente a la barbarie. Con extraordinarias actuaciones de Josef Hader como Zweig y Barbara Sukowa como su exesposa y posterior biógrafa, Schrader sortea los resortes tradicionales del biopic que atan la intimidad a la condición histórica, y mira a su personaje y a la época con desgarradora honestidad. La escena final es la más legítima prueba de ello.