El cine consigue raros prodigios, como lograr que con el mundo de los negocios de la informática pueda moderlarse un relato ágil, móvil, con diálogos veloces y personajes igualmente dinámicos. Como en los thrillers políticos o en las historias sobre el periodismo (Aaron Sorkin escribió guiones de los dos), Steve Jobs adopta para sí el ritmo frenético de la palabra: los personajes se miden incansablemente en duelos verbales; cada argumento busca desestabilizar al oponente, ya sea superándolo en inteligencia, demostrando su ignorancia o reprochándole acciones del pasado. El conjunto acabaría resultando bastante teatral si no fuera porque Danny Boyle le imprime un pulso singular a las imágenes: los planos son rápidos, los puntos de vista cambian permanentemente, y de a ratos el director se revela como un maestro en la utilización dramática de espacios pequeños y poco iluminados. La premisa de la película es un alarde técnico: contar la vida de Steve Jobs en tres momentos precisos, siempre durante la previa a la presentación pública de un nuevo producto. El guion realiza unos malabares complicadísimos (pero divertidos) para reponer en cada zona de la trama la red de personajes y conflictos que rodean al protagonista. Eso termina obligando a la película a hacerse cargo de su propio dispositivo narrativo: una discusión privada entre padre e hija se produce frente a decenas de empleados de Apple, y Jobs intrrumpe su alocución para preguntarles, sin dejo de ironía, qué piensan de todo el asunto; la autoconciencia se cuela allí y exhibe el propio funcionamiento de la película. El sinceramiento se vuelve más explícito cuando Jobs mismo dice que pareciera ser que todas las personas que lo rodean se emborracharan y después fueran a visitarlo antes de cada presentación. Esa autorreferencia ayuda también a constatar que lo de Boyle y Sorkin es un biopic distinto que desecha por completo cualquier rasgo de cotidianeidad para enfocarse en el carácter más bien extraordinario de la vida de Jobs, sin rendirle cuentas al verosímil o a la veracidad de lo datos. Esa buena conciencia que la película ejerce le permite exagerar su objeto, jugar el juego de la ficción sin tener que atarse al formato de la biografía: nadie habla ni piensa con la velocidad, el doble sentido y la inteligencia con la que lo hacen los personajes de Steve Jobs, la manera en la que hablan lleva la la factura de un artificio que no teme mostrarse por lo que es. En este sentido, tal vez se trate de la película más civilizada de Danny Boyle: todos resuelven sus conflictos a través del diálogo, la palabra media siempre en cualquier disputa y los cuerpos rara vez se tocan; el detrás de escenas de la guerra entre empresas muestra las pequeñas miserias del negocio, las rivalidades y los complejos de multimillonarios inestables, pero al mismo tiempo resulta ser una guerra civilizada donde la racionalidad rige los enfrentamientos (hasta la decisión más desacertada de Jobs encierra, como se sabrá después, un plan de acción preciso). Con esos materiales, la película se permite cada vez más excesos, como el intercambio final entre Jobs y Wozniak por una vieja deuda pendiente que se dirime con uno ubicado arriba del escenario y el otro entre los asientos, a los gritos, rodeados por técnicos y empleados cuya mirada atónita le suma un aliento casi operístico a la discusión. En esa apuesta general por el desborde y la exhibición de su propia maquinaria narrativa, la película pierde siempre que intenta explicar a su protagonista desde el pasado: la psicología trata de encapsular sin éxito al Steve Jobs fascinante que construye Fassbender, un genio que se despoja voluntariamente de sentimientos y que renuncia a entrar en comunión con los otros; un visionario déspota hábil en el manejo de las palabras y dueño de una capacidad para el daño y los actos hirientes que lo vuelven un personaje magnético que atrae hacia sí toda la atención. Cada vez que surge el tema de la adopción y del rechazo, la película pareciera ir en contra de su propia búsqueda, como si algo de los biopic más tradicionales ganara de pronto la partida y Boyle y Sorkin retrocedieran algunos casilleros hacia la grisura de las biografías más correctas y predecibles.