La felicidad suele tener su precio.
El sexto film de Clooney como director cruza dos historias de un barrio suburbano residencial, a fines de los 50, y consigue un fresco social, por momentos grotesco, sobre el huevo de la serpiente que anida en la clase media estadounidense.
En su sexta película como director, Suburbicon: Bienvenidos al paraíso, el popular actor George Clooney vuelve a mostrar preocupaciones e intereses que ya había manifestó en sus películas previas. Sobre todo una sostenida intención de incluir en la historia, a veces de forma ligera y otras de manera directa, anotaciones políticas o sociales que ponen en evidencia su propia mirada del mundo. Se sabe que Clooney es uno de esos miembros de la comunidad hollywoodense vinculado a cierto perfil progresista, junto a colegas como Sean Penn, Danny Glover, Susan Sarandon, Tim Robbins o el director Michael Moore, cuyas militancias fueron parodiadas en la comedia protagonizada por marionetas Team America: Policía Mundial (2004), de los creadores de South Park, Trey Parker y Matt Stone. Luego, el gusto por aportarle al relato algunos elementos de comedia que, en este caso, le permiten llegar a extremos de humor negro inéditos dentro de su filmografía. Claro que en este último caso no debe obviarse que el guion original es obra de los hermanos Ethan y Joel Coen, con cuyos trabajos esta película tiene tantos puntos de contacto como con los de Clooney.
Suburbicon se desarrolla sobre el cruce de dos historias que tienen como escenario un barrio residencial en los suburbios de una gran ciudad, a fines de los ‘50. Una se desarrolla en primer plano, aportando el tono general de la película, y la otra funciona como acotación un poco al margen que le sirve a Clooney para plantar aquellos elementos que permitirán releer la trama (y la historia reciente de los Estados Unidos) con un tono sociopolítico. En la primera una ideal familia blanca (papá, mamá y un niño), los Lodge, son víctimas de un robo doméstico de inusitada violencia, en el que la mujer termina siendo asesinada de forma injustificada. En la segunda, una familia negra (papá, mamá y niño) se muda a la casa de al lado de los Lodge, convirtiéndose en una mancha para la felicidad perfecta del barrio.
El relato de Clooney se enfoca en la vida de los Lodge, en la forma en que la muerte afecta al marido y sobre todo al hijo de la víctima. Pero el tono policial irá ganando peso, haciendo que aquella violencia que vino desde afuera (afuera de la familia, afuera del barrio y, por qué no, también desde afuera de la América blanca), de repente y por efecto de un golpe de guion empiece a revelar un origen interno. Claro que esta violencia cada vez más desatada al interior de la familia Lodge tiene un correlato en la violencia social que comienzan a sufrir sus vecinos negros.
A medida que avanza el relato Clooney comienza a alejarse del tono clásico elegido para la primera mitad de la película. Valiéndose de herramientas como el slapstick, un moderado uso del gore y algunos juegos de luces y sombras de raíz expresionista consigue, a veces de forma un poco forzada, que Suburbicon se convierta en una especie de fresco social grotesco que encuentra en el seno familiar (blanco, burgués, tradicionalista y cristiano: la clase media) el huevo de la serpiente estadounidense. Tal vez el principal inconveniente sea que el paso de un tono al otro se realiza de forma un tanto abrupta y la inclusión del humor negro que domina la parte final de la película, típicamente coeniano, parece más una irrupción que la consecuencia de una progresión dramática. Del mismo modo la subtrama que ilustra los padecimientos de la familia negra revelan pronto la artificialidad de su presencia, convirtiéndose en una anotación política demasiado obvia. Porque, como ya se sabe, no siempre las buenas intenciones son las mejores aliadas del cine.