Un suburbio que no es cualquier otro
Hay una iconografía tan vasta como definitoria por parte de Hollywood hacia sus décadas. Los '50 son uno de sus ejemplos suficientes, en tanto escenario que visitar tantas veces haga falta. Enunciar aquellos años es también rememorar la imagen de almanaque de una organización económica con familia modelo, en suburbios cuadriculados, de plástico naciente y luz blanca. Un modelo idílico, que cuadra en la imaginería de mucho cine, sea como escenario de infancia ‑lúdica para el caso de Steven Spielberg, taciturna para el de Tim Burton‑ o como fresco de matices irónicos ‑la desmemoria que practica Frank Darabont con El Majestic o la saña que David Lynch introduce en forma de oreja con Terciopelo azul‑.
En todo caso, no es casual que los '50 sean la década predilecta del naciente medio televisivo, de pregnancia irrebatible y en confrontación con el cine. Si el cine era "más grande que la vida", la TV vino a decir lo contrario. El macartismo tuvo asidero en esos años; un mundo que el cine del realizador George Clooney ya recorriera con la notable Buenas noches, y buena suerte. Ahora lo hace con Suburbicon, así que bienvenidos, otra vez, a los suburbios mentirosamente encantados de la "vida americana".
A partir de la argucia y su promesa de un paraíso de clase media, el film de Clooney se mete a vivir dentro de esas paredes de textura lisa con jardín bien verde, para descubrir un crimen que hará foco en la vida familiar de Gardner (Matt Damon), financista adusto, templado, que vive con su mujer y cuñada (ambas, interpretadas por Julianne Moore). La importancia no estará puesta en él, sino en su hijo Nicky, quien habrá de saber de a poco que los adultos no son lo que parecen y que más vale desconfiar.
Al mismo tiempo, una familia de color decide vivir en el mismo vecindario. De manera tal que los problemas no tardarán en agudizarse. En este sentido, el film se articula desde una narrativa dual, de acción paralela, pero sin perder el acento en la mirada de Nicky.
Puede achacársele al film no contener en demasía la propuesta, que patina hacia situaciones extravagantes. Podría, por ello, pensarse en que la participación de Joel y Ethan Coen en el apartado guión seguramente suscitara mucho del absurdo, tendiente a sobresalir como una selección de momentos que podrían desequilibrar el asunto.
De todos modos, la mirada del film no pierde tino. Clooney, tal vez, no se haya resistido a filmar esos momentos delirantes protagonizados por el investigador de pólizas (Oscar Isaac). ¿Cómo culparlo? Isaac es un actor de corte tan "coeniano" como John Turturro, es brillante; además, el propio Clooney es parte preferencial de este séquito de palurdos marca "hermanos Coen". Así que, ¿por qué no dejar que el film juegue esos momentos desde un divague casi estrafalario? Visto que el cine norteamericano se ha vuelto tan conservador, tan repetido, tan carente de vigor, mejor un par de escenas disparatadas, casi tendientes a trastabillar, antes que cualquiera de esos panfletos de estreno semanal.
Por otra parte, no hay que perder de vista que el enunciado con el cual Suburbicon se presenta es el de la patraña publicitaria, con sus caritas sonrientes y música adocenada. Algo que trocará en mueca, en el mismo market donde las familias de bien hacen las compras. El absurdo del film, por todo esto, no merecería ser cuestionado. Menos aún cuando el desenlace guarda una imagen que replica otra: Nicky mira televisión luego de lo sucedido. ¿Qué destino le espera?
Es por esta imagen (que no es la última, otra escena presagia algo mejor) que George Clooney reitera ‑como en Buenas noches, y buena suerte‑ una misma práctica, la de un mundo de imágenes (cine) en contraste con otro (televisión). El cine siempre pudo mirar y mirarse críticamente. No es poco.