Aunque George Clooney hizo dos películas notables como realizador (Confesiones de una mente peligrosa y Buenas noches y buena suerte), siempre tiene el mismo problema: confundir la superficie con el fondo. Y creer que el fondo siempre debe ser contar un cuento político aleccionador, olvidando que lo que nos queda en la memoria es lo que no está atado a las contingencias. Se recuerda la integridad del Edward Murrow de David Strathairn más que los avatares del affaire McCarthy. Aquí Clooney situa su cuento de suspenso, crimen, racismo y decepción en una comunidad suburbana aparentemente paradisíaca para decirnos que la superficie lustrosa del Sueño Americano al final de la Era Eisenhower no era más que una vil mentira que escondía detrás toda clase de vilezas, las vilezas del americano medio. Sería inútil explicarle a Clooney, devoto aquí de la reconstrucción histórica y las camisas de mangas cortas para Damon, que el mismo cuento se puede narrar sobre Alemania, el partido de Pilar o las afueras de Beijing, y que los males no son inherentes a “lo americano”, pero es tan “americano” que no lo ve. Eso es lo de menos: para que el film cumpla con el objetivo, para que sea útil, trata de denunciar todo a la vez, todas las miserias, y se olvida de cómo construir un mundo. Hace sátira -y cuando se dedica al humor, Clooney tiene filo, pero parece que le da vergüenza- pero a medias, denuncia pero a medias, drama pero a medias, suspenso pero a medias. Sobre el piso frío de este film, es una ventaja: después de todo, el rey está descalzo.