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El filme de Clooney es incisivo, aunque a veces se pasa de rosca con el humor liviano. Hay mordacidad, crítica y sátira.
George Clooney, cuando se sienta en la silleta de director, suele ser más moralista -qué extraño que pueda sonar mal el término, cuando lo que hace Clooney es marcar lo que está bien por sobre lo que no- como en Buenas noches, y buena suerte que cuando se deja dirigir por otros.
Pero en Suburbicon contó con una ayuda extra, la de los hermanos Coen que metieron sus veinte dedos en común en el guión, y así la película con Matt Damon parece una de los realizadores de Fargo.
Y la elección de este título emblemático en su filmografía no es casual, ni nos surge por antojo.
Si contar demasiado, Suburbicon es una comunidad, como un barrio cerrado de esos que el cine norteamericano nos ha mostrado desde hace añares, con las casitas simétricas, las vallas pintadas de blanco y el césped con olor a recién cortadito. Allí viven los Lodge (Damon, Julianne Moore y el pequeño Noah Jupe, como el hijito de ambos), y allí lega la primera familia de color.
Son los ’50, y todos los prejuicios en esa comunidad antiséptica, que ve a los nuevos como una invasión en su intimidad, tiñe el relato… que destiñe, pero por otras causas, que no vamos a spoilear.
Clooney hace incisiones como si realizara una autopsia. Hay personajes realmente malévolos en su historia, pero el toque de humor para angelizar la cuestión a veces es de brocha gruesa.
Es difícil balancear comedia, sátira y thriller –algo en lo que los Coen, desde su opera prima Simplemente sangre a Sin lugar para los débiles han demostrado destacarse y mucho-, y por eso Suburbicon, hasta que arranca, se toma sus tiempos.
Clooney es sumamente puntilloso, y por suerte está alejado de Operación Monumento (2014), su última realización, que era un monumental mamarracho. Aquí hay toques de comedia, crítica nada solapada y un Matt Damon como en sus mejores películas. Moore cumple un doble rol -las gemelas Rose y Margaret-, y si Suburbicon no anduvo en su país de origen es porque, se sabe, a los estadounidenses no les gusta que les muestren su propia hilacha.