Las aventuras de la barbie sufriente
Lo primero es un pedido para los distribuidores argentinos que cuando no dan con la traducción de los títulos les agregan ingeniosas frases (en este caso “mundo surreal”): paren de bastardear al surrealismo, concepto baúl que les sirve para incluir todo aquello que roza el delirio o lo arbitrario. Hecho el descargo, vamos a lo que nos concierne.
Sucker Punch es una película más que nace a partir de o para un videojuego. En su desprecio por cualquier atisbo de cine, no resiste mayor análisis que evaluar la gráfica de sus trazos hiperdigitalizados. A la vez, es un soundtrack (con una buena compilación de rock industrial y de versiones remixadas de canciones psicodélicas de los sesenta) acompañado de imágenes publicitarias y efectos especiales varios.
El prólogo, que funcionará como marco narrativo, se desarrolla con la lógica de un videoclip cuya estética remite a Floria Sigismondi (quien dirigió a Marilyn Manson, Björk, David Bowie y The White Stripes, entre otros), con abusos de ralentí, planos de cortísima duración y una aceleración desesperada por sumar la mayor cantidad de información argumental: una joven defiende a su hermana menor de un padrastro abusador y termina en un hospicio. El comienzo intenta absorber los códigos de los cuentos tradicionales con todos sus estereotipos, pero a su director, Zack Snyder, no le interesa en lo más mínimo explotar esa relación sino ceder inmediatamente el terreno a la lógica del “fichín”. Una vez dentro del lugar, utilizado como prostíbulo, la chica barbie (Emily Browning, consagrada como una especie de Andrea del Boca en esta película quien llora todo el tiempo y ni se despeina) se refugiará en una serie de fantasías surgidas a partir de una terapia teatral, hecho que se transformará en el puntapié para introducir las diversas pruebas a la que es sometida junto con sus compañeras y víctimas (en una rara mezcla de Los Ángeles de Charlie con Las chicas súper poderosas) en un trasfondo feminista sacado de un manual de jardín de infantes. Entonces se suceden los momentos de vértigo al mejor estilo videojuego y la pantalla es solo una excusa para simular una partida con la PlayStation. Este es el grado de infantilismo al que nos somete Sucker Punch ni más ni menos: con la trillada excusa de la orfandad de la bella heroína sufriente que se inmola (que está vendiendo muy bien hoy), la fantasía como vía de escape es puesta en un nivel superlativo acorde a la idea de subestimación que se tiene del espectador, capaz de soportar casi dos horas de velocidad, enfrentado a la mera estimulación sensorial. La historia, la ambientación, el desarrollo de los personajes y cualquier signo de realidad, quedan relegados a la peor de las facetas narcotizantes del cine y al mensaje “puedes lograrlo”. Si esto representa el futuro del séptimo arte, entonces esperemos el joystick en la butaca.