Relectura trash de los cuentos de hadas
Las protagonistas del film son chicas a quienes sus familias encerraron en un hospicio. Con la peculiaridad de que funciona a la vez como cabaret o prostíbulo. Pero la espesura del asunto termina diluyéndose a través de un sofisticadísimo diseño visual.
Es como si las cárceles-mazmorra de Inocencia interrumpida mutaran en los escenarios y shows de Dreamgirls, chocando contra el universo hiperdigitalizado de Capitán Sky y el mundo de mañana. Universo en el que, como en un videojuego, deben cumplirse determinadas pruebas, en medio de enfrentamientos físicos de animé y wu xia pian. Aprovechando la consolidación en la industria otorgada por películas como 300, Watchmen y Ga’ Hoole, en Sucker Punch Zack Snyder practica la que tal vez sea su mayor apuesta personal hasta la fecha. No sólo por tratarse de la primera película que este ex realizador de comerciales y videoclips concibe a partir de una idea propia, sino por la sobrecarga de referencias, osadía en la construcción del pastiche y horas y know how invertidos en el sofisticadísimo diseño visual. Todo lo cual no quiere decir necesariamente que Mundo surreal (subtítulo que la distribución le adosa en Argentina) sea una gran película. Hay momentos en los que da toda la sensación de contar con la energía y el talento para serlo, pero a la larga una superficialidad de diseño gráfico se impone.
Fantasía feminista en armas, las protagonistas de Sucker Punch son chicas a quienes sus familias encerraron en un hospicio como del siglo XVII o XIX. Con la peculiaridad de que funciona a la vez como cabaret o prostíbulo. O tal vez sea así en las fantasías de la protagonista (la australiana Emily Browning, a quien la suma de teñido rubísimo + piel blanquísima dan un aire de Lady Gaga de la melancolía). Versión femenina de Pulgarcito, por querer defender a su hermana menor del ogro o padrastro abusador tras la muerte de la mamá, la chica da con sus huesos en el hospicio de novelón gótico. El director del hospicio es un tipo sospechosamente untuoso (Oscar Isaac) y la psiquiatra en jefe (Carla Gugino, con acento polaco) pone en práctica una forma de terapia basada en la representación teatral. Discípula aventajada, la nueva pupila bailará sus fantasías, que la transportan, en estado de trance, a una serie de mundos alternativos. Según la Dra. Gorsky, esas fantasías deberían conducir a una liberación que en este caso no debe entenderse sólo en sentido figurado.
Mundo mutante, en la realidad o el cerebro de la chica el hospicio vira a burdel y allí ella y sus cuatro amigas devienen las bailarinas esclavas Baby Doll, Sweet Pea, Rocket, Blondie y Amber. El director pasa a ser gigoló y los clientes incluyen al alcalde, lo más parecido a un sapo gigante que se haya visto en mucho tiempo. Los momentos impregnados de un asco profundo hacen de Sucker Punch una espesa, poderosa diatriba antimachista. Por ejemplo la larga secuencia inicial, que presenta al padrastrogro mediante un tremendismo visual de planos-secuencia, acercamientos y planos detalle, ralentis acompasados y una hipnótica versión slow de “Sweet Dreams (Are Made of This)”, de Eurythmics (los arreglos de Marius De Vries y Tyler Bates son de lo mejor de la película). El bigotito anchoa del director, el de-sagradable cocinero obeso, la entera secuencia del alcalde –que logra convertir una solapa de piel, unos anteojos de marco grueso y la ceniza de un puro en marcas mismas del abuso– hablan de una relectura de los cuentos de hadas bajo una luz monstruosa, expresionista y trash.
Pero es allí que Snyder se deja tentar por fantasías digitalizadas color té con leche, con Baby Doll y las otras guys (interpretadas entre otras por Jena Malone y Vane-ssa Hudgens, así se llaman ellas entre sí) combatiendo, con minis tableadas de manga nipón y bombachitas que asoman, contra samuráis gigantes en un Japón como de Kill Bill, soldados zombies alemanes de la Primera Guerra Mundial, orcos como de El señor de los anillos y bestias medievales como de Cómo enseñar a tu dragón. Para ello echan mano de katanas, cazambombarderos y hasta una especie de transformer, dando saltos y deteniéndose en el aire, estilo Matrix. Guiadas por esa gloria del cine de las últimas décadas que es Scott Glenn (cuanto más arrugado, mejor), a lo largo de esas pruebas las guys deberán obtener, como en un videogame, una serie de objetos-talismanes que serán su llave a la libertad. En ese punto el espesor asqueado muta a liviandad de ambient virtual, a mera exposición de técnicas visuales contemporáneas, a una sucesión de videoclips que –por más que quiera dársele al asunto un viraje trágico– no dejan huella. Nada que hacer: los jueguitos de video y la tragedia no se llevan bien.