Flesh for fantasy.
Sudor frío postula un horror programático. El suyo es un mal traído de las páginas más negras del pasado reciente de la Argentina; las víctimas son unos chicos montados en el carrusel de las tribulaciones amorosas propias de su edad. A cada uno lo suyo, la película es taxativa en ese aspecto y coloca las cosas en el lugar que cree conveniente de la manera más sumaria imaginable: los jóvenes ocupados en aventuras románticas o, en su defecto, envueltos en cuestiones de drogas, unidos los dos grupos por una versión espantosa de Jugo de tomate frío que les sirve de leit motiv (Javier Martínez, su autor, está vivo pero igual debería revolcarse como hacemos los que conocemos la versión original). En tanto los malos, que resultan ser dos fantasmas en vida que han conocido tiempos de gloria como represores (hay una foto del “Brujo” López Rega por allí para certificar su pedigrí), parecen exorcizar su impotencia y su carácter de insalvable anacronismo martirizando muchachas desnudas.
¿Qué importa más en la película, al final, la naturaleza vibrante de esos cuerpos atormentados o el corazón lóbrego de los dos torturadores, que se mueven como zombies en la oscuridad de la casa, único dominio en el que puede sostenerse, si bien de manera inestable, la fachada de su antiguo poder? Con pinceladas de un humor prehistórico, casi tierno, la película describe la relación de ese par de viejos y su estado de absoluta prescindencia y extrañeza respecto del mundo que los rodea, que viene a ser el que habitamos con familiaridad cada día. Los diálogos se encargan repetidamente de señalar con trazo más que grueso la oratoria consumada y la obsesión con las formas del habla del que manda de los dos, es decir, el que piensa (el otro se ocupa de rezongar por los rincones y de acarrear los fiambres: la división del trabajo es implacable), en contraposición a la supuesta simpleza y precariedad de sus víctimas, hijas de una sociedad en definitiva descomposición.
Es que la inclinación de la película por dotar de matices a los villanos y retaceárselos a los héroes es notable; en Sudor frío ni siquiera se puede asistir a una paliza ejemplar y catártica propinada por los buenos a los malos a modo de corolario: un conjunto de planos torpemente hilvanados y ya está, el espectador se tiene que dar por satisfecho y aceptar que el triunfo de los chicos de hoy por sobre las fuerzas oscuras del pasado ha tenido lugar. Pero ese mal proviene nada menos que de la historia y hay imágenes de archivo y texto para otorgarle un marco y una especificidad que le son propias. Los chicos, en cambio, no se sabe bien de dónde salen, no tienen carnadura a pesar de las tetas de Camila Velasco (que se exponen en un rapto de erotismo de juguetería), y carecen de gracia o de inteligencia. Ya se sabía que el mal era más atractivo que el bien, quizás porque este último lo damos erróneamente por descontado. Acorde con esta máxima, Sudor frío tiene una predilección desembozada por quienes en la trama representan ese mal. Lo que resulta una novedad es el desinterés manifiesto a la hora de esgrimir un contrapeso poniendo algún esmero en el diseño de las víctimas, al menos para disimular el carácter mecánico de la empresa, que insiste, un poco en la vía de ciertos ejemplos recientes aunque en versión remilgada y pacata, en la exhibición de la carne castigada y lacerada como única fuente de terror.