Cualquiera que se anticipe a Sueño de invierno a partir de su trailer o de las imágenes de difusión comprobará de inmediato que la persona que está detrás de la cámara sabe mirar. Las pequeñas casas acomodadas sobre las montañas nevadas de Anatolia, Turquía, se imponen por su belleza. Pero lo importante no es tanto la magnificencia del lugar, sino el drama humano que devela la cámara cuando se acerca. Entre las montañas, un hombre canoso camina con paso lento. Pronto sabremos que se llama Aydin, que fue actor de teatro, y que es dueño de un rústico pero exclusivo hotel situado en medio de la montaña y de varias propiedades en el lugar. Tiene una mujer joven y bella, que con el dinero de su marido se dedica a tareas filantrópicas, y una hermana que acaba de divorciarse y vive con ellos.
Aydin tiene, además, un ayudante todo terreno que lo observa de manera distante, pero siempre respetando la jerarquía natural de su patrón. Un día, mientras regresan del pueblo, Aydin y su ayudante hablan sobre los inquilinos morosos. La conversación revela el grado de poder que tiene el protagonista y la relación despreocupada que lo une con sus posesiones. En el trayecto, una piedra revienta el vidrio del lado del acompañante, donde viaja Aydin. El ayudante se baja del auto y corre al culpable, un niño de aproximadamente doce años que, antes de que lo agarren, se cae en el arroyo que fluye al costado del camino. Unos minutos después, cuando descubramos que el niño es hijo de uno de los tantos inquilinos a los que les embargaron las posesiones y observemos el grado de violencia que despierta Aydin, sobre todo en el padre del niño (personaje clave que hacia el final sacudirá la incómoda placidez de la película), la relación que estableceremos con el protagonista será muy distinta. Ya no será el bohemio hermanado con la naturaleza sino el capitalista que, debido a su lugar heredado en el orden social, provoca la miseria de varios. Como la nieve de las montañas, ese orden parece existir desde mucho tiempo antes y nada indica que pueda modificarse. El tío del niño, un religioso del lugar, interviene en la situación para mantener la cordialidad y convencer a Aydin de que pronto cancelarán la deuda. El protagonista, que escribe sobre teatro o arte en general en el modesto pasquín del pueblo, le dedicará varias columnas a la falta de elegancia e higiene del religioso, rasgos que, según él, reflejan la decadencia de una religión que pertenece a la Alta Cultura como el Islam. Pedir la postergación del embargo o dejar las zapatillas sucias sobre la puerta son signos de violencia dentro de las coordenadas de Aydin.
Entre las películas de Nuri Bilge Ceylan, Sueño de invierno es una de las más clásicas, por su progresión dramática y su estructura más o menos clara de actos. Sin embargo, la distancia que asume frente a su protagonista es ambigua. Durante gran parte del entramado es imposible desear que le vaya bien. La desaparición momentánea del religioso y el niño restituirán, aunque sea por un rato y gracias al enorme poder ocultador que tiene el fuera de campo, la empatía hacia el protagonista, pero el romance no durará mucho.
Las largas escenas, articuladas a partir del diálogo y en un mismo espacio, son una tentación para aquellos que impugnan a cualquier película con la etiqueta de teatro filmado. El teatro como rama del arte ocupa, sin embargo, un lugar importante en Sueño de invierno, y no sólo por la circunstancia de que el protagonista es un actor retirado que está escribiendo la historia del teatro turco. La vieja idea de que la experiencia teatral tiene la posibilidad de transformar la realidad se encuentra con un paredón de hielo. Aquí no es el pueblo el que accede a la representación para cantar sus verdades, sino la burguesía, desde su altillo, para ratificar el orden establecido.
Cerca del final, en uno de los momentos cinematográficos del año, la mujer de Aydin va a la casa de los inquilinos para llevarles una suma importante de dinero a modo de recompensa por todo lo sufrido. La caridad puesta al servicio de la conciencia del que la otorga y no del que la recibe. El religioso no sabe qué hacer y mientras observa con desconcierto el dinero sobre la mesa, llega su hermano, el condenado del pueblo, el padre del niño que se cae sobre el arroyo para salvar la dignidad herida de su familia. No vamos a adelantar el destino de ese dinero, pero vale la pena decir que es una secuencia magistral, construida a partir de las líneas rectas que trazan las miradas. Como suspendido entre las serpentinas que deja el fuego, sobrevuela un aire digno.