Pedro y Lucrecia son psicoanalistas. Están en pleno proceso de divorcio pero aun así deciden tomarse vacaciones juntos: un viaje largo en un auto en condiciones no del todo apropiadas y con sus dos hijos adolescentes a bordo, toda una pequeña odisea familiar que pinta para desastre.
La historia de la nueva película de Ana Katz se desarrolla en los inicios de los 90, la época de esplendor de la convertibilidad del gobierno de Carlos Menem, aquella que le permitió a una buena parte de la clase media argentina viajar por el mundo con cierta comodidad.
Y lo cierto es que la directora (también una sólida actriz que aquí solo aparece en un fugaz y divertido cameo) sabe cómo capturar los vicios, miserias y debilidades de ese grupo social de carácter siempre voluble con una precisión qirúrgica, ilustrando con pequeños detalles (la ambición de dominar súbitamente un idioma ajeno, el aprovechamieto de la mínima oportunidad para sacar alguna ventaja nimia en situaciones pedestres) los modales más corrientes de un comportamiento prototípico y, como tal, muy reconocible.
Si hay algo que Katz ha demostrado a lo largo de su virtuosa filmografía ( El juego de la silla, Los Marziano, Una novia errante) es su meticulosa capacidad de observación y su sagacidad para transformarla en ficciones que modulan la crítica con agudeza y sin cinismo, que protegen a sus personajes sin ser condescendiente con ellos y que abren interrogantes en lugar de ofrecer respuestas categóricas.
En ese viaje que, como remarca el personaje que Mercedes Morán interpreta con su solvencia habitual, es radicalmente diferente a uno anterior, aunque el destino sea el mismo (Florianópolis, la meca del turismo argentino que podía estirar el presupuesto para cruzar alguna vez las fronteras del país), cada integrante de ese grupo familiar descubrirá algo de sí mismo, relacionado con el amor, la independencia o los deseos reprimidos.
Katz se acerca a ellos con humor y delicadeza, revela sus intimidades con franqueza y con pudor (colabora mucho en ese sentido el excepcional trabajo de Gustavo Garzón). Y consigue ponernos en el lugar de los protagonistas con otra maniobra lúcida: la decisión de no traducir los parlamentos de los personajes brasileños provoca esa sensación de extrañamiento tan usual cuando estamos lejos de casa y nos hace sentir parte de la aventura de Sueño Florianópolis, un viaje difícil de olvidar.