Si hay algo en el cine de Ana Katz que siempre llama la atención, es su aguda y sagaz observación sobre el universo familiar y los vínculos.
En este caso, una vez más, en “SUEÑO FLORIANOPOLIS” logra plasmar su personal estilo, describiendo con precisión un retrato familiar -ese microcosmos en el que Katz tanto ama poner la lupa-, para contarnos las desventuras de Lucrecia y Pedro, dos psicoanalistas de clase media, que en pleno verano del ’90 plantean unas vacaciones con sus dos hijos adolescentes en Brasil, más exactamente en la Florianópolis del título.
Pero pronto sabremos que no habrá exóticas playas, ni garotas, ni lujos, ni caipiriñas y tragos en las islas paradisíacas. Al contrario, toda la primera parte describe asertivamente unas vacaciones muy “gasoleras” para esa típica familia argentina partiendo al sueño de sus vacaciones en el exterior, saliendo a la ruta y enfrentando los problemas típicos de un viaje tan extenso, tratando de ahorrar hasta el último centavo.
Si bien en esta primera aproximación, salen a la luz sus pequeñas mezquindades, algunas de sus miserias y unas cuantas resignaciones en pos de ese sueño vacacional -que hasta pueden ponernos algo incómodos por una especie de aire promiscuo y vulgar que se respira en el inicio-, todo se complica más aún cuando vamos descubriendo el verdadero entramado familiar, completamente disfuncional.
Lucrecia y Pedro están “técnicamente separados” y no logran definir, de una vez por todas, el final de esa pareja totalmente desgastada por el cansancio y la rutina de más de veinte años de matrimonio.
A pesar de su talento profesional (que sólo parece asomarse y de forma discursiva en un par de diálogos con sus hijos donde más que escucharlos parecieran estar analizándolos), ninguno de los dos logra abandonar por completo un vínculo bastante enfermizo y empastado, del que no logran (¿ni quieren?) despegarse.
Por un pequeño problema que tienen en la ruta, accidentalmente conocen a Marco y Larissa, una pareja de brasileros que, justamente, se dedican al alquiler de hospedajes a extranjeros y ellos serán quienes finalmente les ofrezcan albergue en sus cabañas, lejos del mundanal ruido y mucho más cerca de la agreste naturaleza.
En esas pequeñas cabañas alejadas del turismo y en medio de un marco natural bastante exótico, algo desprolijo y muy poco convencional, las dos familias comienzan a relacionarse: mientras que la hija de Lucrecia y Pedro se siente atraída por el hijo de Marco, poco a poco va creciendo la tensión sexual entre “locales y visitantes” cuando se abra al juego y se descubra que la pareja que ellos parecen conformar, no es tal.
Esto le permite a Katz, indagar en este vínculo completamente resquebrajado y se nutre del artificio de la comedia, con romances cruzados entre Lucrecia y Marco y Pedro y Larissa, para abordar en un tono liviano, temas mucho más profundos.
Lo que en un primer momento es una mirada incisiva a la pareja porteña de vacaciones (sobre todo con chistes efectivos en el manejo del idioma y la “picardía criolla” para estirar los pocos pesos que tienen) irá dando lugar poco a poco a un relato mucho más agridulce, y aún cuando la historia ensambla varios personajes, la directora lentamente va poniendo el ojo en el personaje central de Lucrecia para poder, nuevamente, dar cuenta de una mirada abarcadora de ese universo femenino que Ana Katz tan bien sabe definir y que ha sido la base de sus grandes creaciones (“Mi amiga del parque” y “Una novia errante”, entre otras).
Obviamente que cuenta con la brillante máscara de Mercedes Morán (con quien ya había trabajado en otros de sus filmes, “Los Marziano”) que aprovecha cada uno de los repliegues de Lucrecia y explota cada arista del personaje, con su enorme talento y esa naturalidad que invade irremediablemente la pantalla.
Sus gestos, sus miradas, la inflexión de su voz, cada detalle que Morán le pone a su criatura, hace que nuevamente encontremos en ella una actriz completa, madura y que disfruta cada desafío.
Su ex (?) marido, es otra gran composición de Gustavo Garzón que logra el punto exacto y tiene una química excelente con Morán. Asimismo, su esquemático Pedro arma un perfecto contrapunto con el espíritu bohemio y ese alma libro que Marco (Marco Ricca) representa y que indudablemente seducirá sin mucho esfuerzo, con ese aire de sex simbol latino entrado en años, a una Lucrecia que necesita por sobre todas las cosas, volver a sentirse deseada.
Los aciertos del guión que ha escrito la propia directora junto con Daniel Katz, son precisamente las pequeñas observaciones y los diálogos directos y francos de sus personajes, la posibilidad de mostrarlos humanos, fallidos pero esperanzados.
Es así como aparecen tangencialmente otros temas como el nido vacío, el desarrollo profesional, las cuentas pendientes, los celos, la soledad interior, que van asomándose y completan el fresco familiar con un tono carente de toda solemnidad pero completamente cargado de la honestidad que siempre habita el cine de Katz.
Sobre el final, un pequeño traspié, puede hacer pensar que en momentos donde el rol de la mujer se está construyendo desde nuevas perspectivas, el epílogo plantea una situación algo convencional para los tiempos que corren.
Pero es sólo un pequeño comentario que no desvirtúa en absoluto las bondades de “SUEÑO FLORIANOPOLIS” y la posibilidad de jugar dentro de la comedia romántica moderna, incluyendo los apuntes reflexivos que siempre propone Katz con su cine que le permite a los personajes hablar de los deseos, de las pasiones olvidadas, del disfrute de la vida y de esas neurosis que no se sueltan, ni aún de vacaciones.