A los 86 años, el director de Los imperdonables y Gran Torino consigue otra película noble y de enorme solidez con la reconstrucción de la historia real del piloto Chesley “Sully” Sullenberger, quien hace siete años aterrizó un jet que había perdido ambos motores en pleno río Hudson. Tom Hanks, Aaron Eckhart, Laura Linney, Anna Gunn y el resto del reparto sintonizan a la perfección con las necesidades de austeridad y fluidez que necesita Clint Eastwood, el último de los clásicos, para llevar a este film -como su protagonista al avión- a buen destino.
Para mi los verdaderos maestros son aquellos que logran hacer películas notables a partir de materiales que, en otras manos, podrían haber sido auténticos desastres. Es lo que ocurre con el viejo Clint en Sully: Hazaña en el Hudson, un guión correcto que Eastwood convierte en un relato que destila nobleza y sobriedad cuando podía haber sido una acumulación de excesos, manipulaciones y golpes bajos lacrimógenos.
A los 86 años, el director de Bird, Cazador blanco, corazón negro, Los imperdonables, Río místico, Million Dollar Baby y Gran Torino reconstruye la épica de Chesley “Sully” Sullenberger, el piloto que en enero de 2009 aterrizó en las heladas aguas del río Hudson, a metros de los rascacielos de Manhattan, un jet con 155 pasajeros que había perdido ambas turbinas poco después de despegar. La reconstrucción cinematográfica de esa proeza de la aviación es extraordinaria, pero ese no es el eje de la película sino el juicio interno que el capitán debió sobrellevar por haber confiado más en sus instintos que en los reglamentos. La épica del individuo luchando contra la burocracia, contradicciones y miserias de las corporaciones y el sistema es una constante del cine clásico y Eastwood -como último gran exponente de ese clasicismo hollywoodense- sabe sacarle el mayor de los provechos con la sólida colaboración de Tom Hanks en el papel protagónico y los aportes de Aaron Eckhart (el copiloto), Laura Linney (su esposa) y el resto del elenco.
No verán en Sully: Hazaña en el Hudson grandes artilugios, regodeos ni exhibicionismo. El virtuosismo -que lo hay- pasa por otro lado. Los héroes de Eastwood son aquí de perfil bajo, expertos en lo suyo que solo quieren cumplir con su deber, hacer bien su trabajo y que nadie se meta en el medio. Llegar a destino en tiempo y formar, regresar luego a su hogar y disfrutar de la compañía familiar. Pero eso -en el cine y en la vida- es cada vez más difícil. Pregúntenle si no a tantos directores con talento y buenas intenciones que han sido sepultados por la maquinaria de Hollywood. Clint, en cambio, usa su poder dentro de la industria (sus películas no son demasiado caras, funcionan dignamente en la taquilla y él se encarga de producirlas vía su compañía Malpaso) para hacer -como su personaje- las cosas con profesionalismo. Y, claro, a su modo.
La solidez y austeridad de Eastwood es apabullante. Cuando podría estar disfrutando de su jubilación y la gloria de su brillante carrera, sigue regalando notables piezas de orfebrería, historias construidas con paciencia (cada escena suma algo, cada personaje secundario tiene su momento de lucimiento), sin las obligaciones del vértigo y el estímulo efímero que imperan en el cine contemporáneo. En una película que, en principio, no tiene ningún misterio (todos sabemos cómo termina) el mítico director le imprime tensión, elegancia, fluidez e inteligencia. Vuelvo a la idea inicial: su maestría reside en conseguir grandes momentos cinematográficos con situaciones en apariencia no demasiado extraordinarias o incluso banales. El arte de Eastwood sigue vigente, como un estandarte inalterable, como un vestigio de una época que languidece, sí, pero todavía se resiste a morir. El último de los mohicanos.