El papá y el abuelo de América
Clint Eastwood y Tom Hanks son personalidades opuestas pero creen en el mismo tipo de héroe, el de Sully: lacónico, dedicado y profesional.
La combinación entre Tom Hanks y Clint Eastwood en una misma película es rara. No me refiero al hecho de que sea la primera vez que trabajan juntos sino a una aparente diferencia de sensibilidades y personalidades públicas. El actor, a quien los estadounidenses llaman “America’s Dad”, representa al adulto sensible, comprometido, humanista. Clint Eastwood, en cambio, se acerca más al abuelo gruñón y, al menos como figura pública, nunca fue muy amigo del tipo de amabilidad y cortesía propias del buenazo de Tom.
Pero, por suerte, el cine no es como la vida y la vida no es como el cine. Y sus maneras de entender su trabajo, como y actores y como directores, son bastante similares. Ambos creen en la economía de recursos, de gestos, de palabras. Ambos son amigos de expresar con lo mínimo indispensable las emociones más fuertes (el famoso “menos es más”), de la eficiencia y eficacia narrativas y -más allá de sus seguras diferencias políticas y de imagen- ambos creen en el mismo tipo de héroe: dedicado, preferentemente lacónico y muy profesional en lo suyo.
Hay un momento en Sully: Hazaña en el Hudson en el que ese combo funciona de manera perfecta y marca la que tal vez sea la mejor escena de la película. Chesley “Sully” Sullenberger, el veterano piloto de avión que interpreta Hanks, acaba de pasar por el momento más duro de su carrera y de su vida: ha debido aterrizar forzosamente su avión en el río Hudson, en Nueva York, por la rotura de sus motores. Ha logrado resolver la situación de una manera heroica pero todavía no sabe del todo las consecuencias reales de su arriesgada decisión hasta que llega un colega y le confirma que los 155 pasajeros sobrevivieron. Usando un plano de la mejor escuela spielberguiana, Eastwood acerca lentamente su cámara a la cara de Sully. El hombre no dice nada pero su ojos se llenan de lágrimas al saber que logró salvarle la vida a todos. Misión cumplida. Y es imposible, como espectador, no quebrarse en ese preciso momento.
No estoy espoileando nada al contar esto. No sólo el caso del Milagro en el Hudson es conocido sino que la película arranca, directamente, mostrándolo, dándolo como un hecho consumado. Si bien Sully tiene varias idas y vueltas temporales, sabemos de entrada que el hombre logró aterrizar su avión en medio del río de manera milagrosa. Pero la película partirá de esa situación para hablar de varias cosas. Narrativamente, se centrará en las explicaciones que Sully tiene que dar ante las autoridades por haber tomado esa decisión. Es cierto, salvó a todos, pero la pregunta es: ¿no podía haber aterrizado en alguno de los aeropuertos cercanos en vez de arriesgarse a un “amerizaje” con muy pocas posibilidades de funcionar? ¿Tomó la decisión correcta o no?
El filme está montado como un rompecabezas temporal pero jamás el espectador se pierde en el relato de esta película inusualmente breve para lo que suele ser el cine de Clint (90 minutos en lugar de las habituales dos horas o más). El juicio de parte de una comisión de asuntos internos aeronáutica que recuerda al de El vuelo, de Robert Zemeckis, tiene, al parecer, un objetivo central: responsabilizar al piloto de lo sucedido ya que, más allá de haber resultado exitoso, generará seguramente para la empresa y la industria una serie de costos y juicios. A tal punto las autoridades lo presionan respecto a la decisión que tomó -las evidencias parecen estar todas en su contra- que Sully comienza a dudar. Es cierto, tiene 42 años de carrera como piloto, pero, ¿es posible que haya tomado una decisión equivocada por más que todo el mundo lo trate como un héroe?
Ese es el centro narrativo de Sully, pero el temático es el profesionalismo, la colaboración, la amistad, el trabajo en equipo. Como una película sacada directamente del manual de Howard Hawks, Eastwood no construye a un héroe, sino que muestra a un capacitado profesional y a los que colaboran con él haciendo bien y seriamente su trabajo, y confiando en el instinto que le da la experiencia de décadas a la hora de tomar la decisión correcta en el momento más difícil.
Si bien Hanks es fundamental para la excelencia de Sully, agregándole momentos maravillosos como cuando se fastidia con el circo mediático que se ha montado alrededor suyo, también Aaron Eckhart, como su copiloto Jeff Skiles, le agrega un importante eje emocional a la trama. Viéndolos en acción, la película se convierte en un bromance entre dos amigos y compañeros que tuvieron que tomar una decisión radical en minutos y que deben estar juntos y apoyándose ante las autoridades en un juicio que remeda al cine de otro clásico realizador de Hollywood como fue Frank Capra.
Para ninguno de los dos hay heroísmo ni culpabilidad: hay seriedad y profesionalismo, la idea de que un trabajo debe hacerse bien, responsablemente, siguiendo las reglas pero también confiando en el instinto cuando la situación se vuelve inesperadamente –un bandada de pájaros destruye los motores del avión apenas despega– de vida o muerte. Si bien sabemos lo que pasó todo el tiempo, Eastwood consigue emocionarnos en cada uno de los flashbacks al día del accidente mostrando lo que pasa con los pilotos, las asistentes de a bordo, la torre de control, los pasajeros y los rescatistas. Cada tarea hecha responsable y dedicadamente para evitar una crisis es un acto de nobleza que conmueve.
Sin usar banderas, cámaras lentas ni música a la caza del impacto sentimental, Clint hace una película emotiva y respetuosa de la mejor tradición del cine clásico norteamericano. Cuesta ver a esa persona que se burla de Obama y que apoya a Trump en una película tan noble como Sully, pero eso siempre fue parte de esa contradicción andando que es Eastwood. Tal vez la lucha un tanto maniquea contra esos burócratas de sillón que ponen palos en las ruedas sea lo que esté más cerca de encarnar su mirada política, pero esos momentos no le quitan entidad ni grandeza a la película.
Sully es un gran filme, pero en una industria que apuesta más por el alto impacto -y ni hablar de las citadas diferencias políticas-, seguramente será olvidada a la hora de los Oscars. Siguiendo la lógica de la historia, sería lo de menos. Los aplausos son secundarios, hasta incómodos. Lo importante es hacer el trabajo lo mejor posible. Y, a sus 86 años, Clint lo sigue haciendo como desde el primer día.