Menos mal que todavía podemos contar con Eastwood para ir al cine. Esta película basada en la historia real del piloto de avión que salvó la vida de sus pasajeros aterrizando su nave en el Hudson toma la aventura para convertirla en un prisma. El personaje principal -clase magistral de actuación para cine de Tom Hanks, ya uno de los grandes del cine de cualquier época- es un tipo normal, el mejor de los bastidores para que aparezca un héroe y el realizador, que comprende perfectamente que no hay blancos o negros (aunque siempre opte de modo tajante -sin imponerle la elección al espectador- por una de las soluciones que plante el relato), lo pinta completamente. La estructura narrativa, que narra el hecho a la par de la investigación, implica también una reflexión sobre qué es el cine, cómo se construye, cuál es la potencia de la imagen respecto de la palabra. Y todo ocurre en un film donde, incluso si sabemos cómo ha terminado todo, la tensión se mantiene sin tacha durante todo el desarrollo. Una película que no tiene un minuto de más, que se toma el tiempo necesario para mostrar lo imprescindible, y que nunca deja de lado el verdadero motor del paisaje: los personajes, verdaderas personas cuando los toma un realizador que parece conocer de memoria todos los secretos de su arte. Casi el reverso de Francotirador -su último éxito-, este film es un Eastwood más, lo que implica otra gran película.