HORAS DESESPERADAS
Hace un buen tiempo que Clint Eastwood viene reflexionando sobre la muerte y la oscuridad que rodea a esa instancia terminal. Lo viene haciendo desde diversas miradas y géneros, evidenciando además un manejo fascinante de las múltiples herramientas discursivas que permite el cine, y lo vuelve a hacer en la notable Sully: hazaña en el Hudson. Lo suyo es virtuoso si pensamos que solamente en la última década entregó películas tan complejas y diferentes como Jersey Boys, J. Edgar, Invictus, Gran Torino o Cartas desde Iwo Jima, aunque también es cierto que la palabra “virtuosismo” relacionada con el arte no le hace honor: porque en ese gesto parece haber algo ampuloso que es todo lo contrario del cine de Eastwood. La virtud del director es la de ser conciso en lo que quiere contar y cómo ponerlo en escena, sin excesos melodramáticos ni floreos formales innecesarios, y con una economía de recursos aprendida en la escuela del cine clásico. Es clave también señalar que el cine clásico que construye el director no es un cine avejentado, como puede parecerlo por momentos el período “clasicista” actual de Steven Spielberg, sino clásico en el sentido de que edifica sobre la escritura base del cine. A esa escritura base, pues, le adosa los elementos autorales indisimulables, aquello que es marca en el orillo. Si bien hace al menos 25 años que viene filmando, con contadas excepciones, sólo grandes películas, con el tiempo Eastwood se ha vuelto -si esto era posible- cada vez más sabio. Y otro detalle: pocos directores a su edad han logrado mantenerse en el centro de la escena con un respeto ganado no a partir de la soberbia de la ancianidad, sino desde la calidad de su trabajo.
En Sully: hazaña en el Hudson Eastwood refrenda todo lo dicho anteriormente: cada decisión de puesta en escena parece la única posible y la película está construida con las imágenes necesarias. No sobra nada. Tampoco falta. El accidente aéreo real que terminó con una aeronave comercial amerizando en el Río Hudson sin mayores daños que los materiales, le sirve al director para seguir trabajando esa reflexión sobre el adiós desde diferentes perspectivas. A partir de la experiencia del piloto Chesley “Sully” Sullenberger, de su crisis personal ante lo ocurrido, Eastwood desarrolla una mirada retrospectiva sobre el tiempo vivido y sobre las decisiones que tomamos. El miedo al no haber hecho lo correcto es lo que carcome al protagonista, lo que lo pone contra las cuerdas y lo hace dudar sobre su profesionalismo y sus propios códigos. De alguna manera “Sully” es Eastwood, es el tipo de 86 años que mira también el tiempo atrás y que, sabiéndose más cerca del final, quiere llegar a algún tipo de consenso personal sobre cómo aquello que hizo era lo único posible de hacer. Claro está, cuáles son esos pesares Eastwood se lo reserva como buen artista púdico que es.
Los demonios se hacen presentes en la película de manera angustiante, la forma en que Sullenberger desconfía de él mismo es realmente fatal. Y para que esa tensión se mantenga durante todo el relato, hasta explotar en uno de los finales más alegres en mucho tiempo, resulta fundamental el recorte temporal que ejecuta el director: más allá de apelar a flashbacks muy precisos y de saltar en el tiempo constantemente, lo que se ve en el film es un registro de las horas tormentosas, desesperadas, durante las cuales Sullenberger transita el mundo con pesar. Esas horas incluyen las previas al accidente y las del proceso que se le inicia, y en ambos casos se trata de espacios donde se observan diversas fricciones en danza, lo profesional y lo mundano, la tecnología contra el factor humano. En esto último es donde Eastwood tal vez pierde más la sutileza y donde se observa de manera contundente su posición. La partición temporal que hace de la película también es curiosa: si el episodio es bastante conocido, la película se encarga de mostrarlo desde el arranque y ofrece reiteraciones alterando ligeramente el punto de vista. Está claro, a Eastwood no le importan tanto los hechos como sus consecuencias.
Y en Sully: hazaña en el Hudson lo que termina siendo fundamental es la sociedad que Eastwood genera con Tom Hanks. El actor, al igual que el director, es dueño de una economía de recursos significativa. A Hanks le alcanza con una corporalidad que evidencia cierta debilidad para ponernos en el lugar de ese tipo en crisis. No hay excesos, Sullenberger no necesita romper una habitación de hotel a patadas para dejar en claro que algo está pasando por su interior, que está quebrado y que salir no será sencillo. No parece haber otro actor capacitado para ese rol. El Sullenberger de Hanks es un buen tipo, alguien profesional, preocupado fundamentalmente en hacer bien su trabajo. Incluso se refleja lateralmente en otro personaje suyo reciente como el de Puente de espías. También Hanks, desde lo actoral, comienza a ver su carrera en retrospectiva. Y ese ejercicio, que puede arrojar resultados placenteros, no deja de ser angustiante y crítico. Porque está claro que para Eastwood anciano no hay horas más desesperadas que aquellas en las que el hombre empieza a ser juez de sí mismo.