El rey del sistema.
Uno ve una película en la que hay alguien mirando en una película casera a un ser querido que ha muerto –esa imagen sobre la pantalla que parece sacudirse y temblar ligeramente, como si se verificara una hipálage gráfica– y es difícil que no se emocione, casi como respondiendo a un acto reflejo. La emoción, ahí, no es una particularidad de esa película que estamos viendo sino una emoción general, universal en el sentido no necesariamente más elogioso del término. Descontextualizada, aislada del resto, arrancada de la serie de sus congéneres que constituyen una película, esa imagen de una persona viendo a su madre que ya no está pero parece estar a su lado –ahí nomás, parece que bastara con estirar la mano para probarlo– nos produciría seguramente la misma clase de impacto. En Súper 8 no habría que desestimar nunca esa predilección por el efecto emotivo inmediato, libre de todo particularismo. El factor Spielberg, digamos, con su inveterada vocación esencialista y su inclinación hacia el sentimiento que brota de un espectador global, bajo cuyo consentimiento sin condiciones se disimulan, acaso, la uniformidad y un cierto conformismo propios de una maquinaria del entretenimiento que ofrece su productos a un espectador indiferenciado.
Pero incluso en su manipulación sentimental la película dirigida por J.J. Abrams luce como un logro genuino de la industria, más cuando se practican los ajustes adecuados. Lo primero que se hace evidente para quien mira Súper 8, y sobre todo el que mira y escucha la película (una disposición de los sentidos en par quizá no lo suficientemente publicitada) es que la música nunca es intrusiva. Por ejemplo, está ausente en las escenas de acción, o apenas se la oye como una feliz continuación de los elementos que pueblan el plano (o se insinúan en el fuera de campo, pero nunca aparece como una presencia de refuerzo para lo que las imágenes no alcanzan a dar), y sus obligados efluvios melosos a lo John Williams solo acompañan con bastante discreción los momentos emotivos: el final, con su cantada epifanía de chatarra deshilachada, por supuesto; pero también los planos de Joe mirándola a Alice recién maquillada, lista para entrar en acción en una disparatada película de zombies, o aquellos en los que ambos personajes están frente a la pantalla en la que aparece la madre de Joe. Si la historia de crecimiento, encuentro con el dolor y superación posterior que es Súper 8 no ofrece mayores sorpresas, estas hay que buscarlas en la presencia de un director lúcido y bienintencionado al que se le permite un considerable margen de maniobra.
Es que como en el cine clásico americano, la película podría ser el resultado de una venturosa conjunción. Una producción pródiga y un tipo decidido y con ideas propias detrás de la cámara. Si Súper 8 se conduce de un modo perfectamente milimetrado, si a cada escena donde campea la emoción le sigue otra en la que se impone la acción física, eso no quiere decir que no se haya llegado aquí a un acuerdo de partes, en el que un director competente escribe el guión y se toma sus libertades. Abrams transpira la camiseta y entrega con creces lo que se le pide –este es un cine que afirma que no hay que dejar que el espectador se caiga, que derive, como si fuera un niño al que le toca ser animado en una fiesta de cumpleaños, que para eso alguien invirtió dinero– pero también da muestras de rasgos autorales.
En un sentido general, Súper 8 es el triunfo de la habilidad y de la destreza máximas, el resultado de un puñado de personas talentosas, cada una en el departamento que le corresponde. La gracia y la fluidez de la película son notables y da la sensación de que se está frente a un trabajo realizado con un ánimo ligero y generoso a la hora de conectar con el espectador (un sentimiento que parece perdido en el Hollywood actual), al que se invita a compartir la aventura de los protagonistas sin considerarlo un idiota. Si el cine se concibe como una ilusión –pero que nos muestra una verdad acerca de las condiciones de su propia construcción–, en esta oportunidad se tiene, precisamente, la ilusión de que cada cosa en la película, cada pequeño detalle, está allí porque no podría ser de otra manera: Súper 8 es una muestra de cine premoderno, que crea un mundo autónomo cuyas piezas exhiben un comportamiento que tiene la apariencia de ser el único posible (y deseable). Cuando se dice que una película tiene convicción, se está refiriendo a esto, a que la obra primero cree en el conjunto de reglas que se da a sí misma, para proceder luego convencernos del carácter natural de esas reglas.
Todos esos elementos ajustados, hijos dilectos del cálculo no de una persona sino de un todo preexistente que se mueve siguiendo un camino trazado mil veces nos hacen acordar a algo ¿Se trata del famoso genio del sistema, esa entidad fantasmal –pero conceptualmente precisa– con la que André Bazin buscó poner paños fríos sobre lo que consideraba una promoción exagerada por parte de sus colegas más jóvenes hacia algunos directores? Puede ser, solo que se trata ahora de un sistema que ya no alberga genio alguno, o del que apenas se ven asomar vestigios cada tanto, señas melancólicas de una gloria que subsiste únicamente en forma nominal. Hay que decir que el director de Súper 8 triunfa escandalosamente al remitirse a un modelo de treinta años atrás –aquel en el que supieron reinar los Donner, los Dante, los Spielberg del mundo– pero al cual no pretende homenajear (ni se permite la apelación a los toscos hechizos vudú que perpetra Robert Rodríguez con el cine que le gusta a él), ni mucho menos parodiar, sino que se dedica, en cambio, a producir un objeto raro que es un poco aquel cine sin serlo, luciendo casi como si fuera nuevo. Una criatura recién alumbrada, plena de una inocencia de antaño que le calza como un traje a medida y revestida, a la vez, de un orgullo discreto que aparenta ser el último bastión que el mainstream tiene aún para ofrecer: tratar de mostrarse fresco en medio de la decrepitud, extraer destellos dorados de un presente opaco en el que a cada rato se advierten la herrumbre y el olor a moho. Últimamente nunca sale, pero esta vez sí: por el momento el rey se llama J.J. Abrams.