Ese encanto de los relatos clásicos
Todo en la película del realizador de Lost remite al modelo inaugurado por su célebre productor. Y funciona... hasta el final.
¿Cómo hacer para que una superproducción de género sea algo más que una muesca en la tabla de recaudaciones? Hasta ahora, J. J. Abrams había dado tres posibles soluciones. La primera fue la de Lost, donde tiraba abajo el edificio de la lógica racionalista, con bombazos de puro imprevisto. La segunda, la de Misión: Imposible III, donde reducía el género a la esencia misma: tratándose de cine de acción, chorros de adrenalina. La tercera, la de Star Trek, donde regresaba al origen, apretando al mismo tiempo el botón de refresh. En Super 8, y a partir de un guión propio, Abrams hace algo parecido, pero más, al replicar, de modo más o menos literal, un modelo clásico. En este caso, el que Spielberg impuso para la ciencia ficción, desde Encuentros cercanos del tercer tipo hasta La guerra de los mundos, parando en E.T. e incluyendo películas no dirigidas pero sí producidas por él, como Gremlins o Los goonies. No por nada es Amblin, la compañía de Spielberg, la que produce Super 8.
Felicidad y decepción: después de demostrar, durante la mayor parte del metraje, que ese modelo no tiene fecha de caducidad, el final de Super 8 es uno de esos pifffs con los que un globo no muy bien atado se desinfla de golpe. Pero todo empieza muy bien. El plano de apertura es un alarde de puro lenguaje visual, al estilo clásico. Una grúa desciende sobre una fábrica del pueblito ficcional de Lillian, Ohio, mientras se sobreimprime el año: 1979. La grúa se acerca a un cartel, en el momento en que alguien suma uno más a la cifra de accidentes mortales de trabajo. Para que esa cifra se vuelva drama, hay que cortar e ir a una casa de familia, donde tiene lugar un velorio. En el velorio, un grupo de chicos sub-14, amigos del dueño de casa, intercambian bromas de humor negro, hablan de cierta película que están por filmar. El modelo Spielberg: un grupo de chicos conociendo el mundo, el pueblito del interior como representación americana, una familia rota, cinefilia implícita, fluidez clásica, el inminente salto a la aventura.
El protagonista se llama Joe y se apellida Lamb: cordero. Como sus amigos, está por perder la inocencia. Para hacerle burbujear las hormonas está Alice, la chica más linda de la escuela (como en Somewhere, vuelve a brillar Elle Fanning, hermana menor de Dakota), a quien ese Spielberg en miniatura llamado Charles (siempre obsesionado por los “valores de producción”) acaba de traer al rodaje, porque “en toda película tiene que haber una historia de amor”. Detalle interesante, Charles es obeso, pero no cumple el papel del gordito bolú: es un gordo piola, mandón incluso (una imagen de los créditos finales lo muestra como William Castle, director clase-B que también era gordo, piola y manipulador). Segundo detalle interesante, el protagonista no es el director de la película, sino apenas el maquillador: un segundón.
Hay equipo. Aunque ninguno de ellos brille como solista, el de Joe y sus amigos funciona, porque Abrams sabe ponerse a su misma altura. Posmodernos avant la lettre, la berretada que filman en súper-8 es una de zombies, pero con un detective privado llamado Romero. Signo de los tiempos: en el cine estadounidense de fines de los ’70, citas y homenajes cinéfilos abundaban. De pronto, en medio de la escena del beso, que filman en una estación de tren abandonada (todos se descogotan, mirando cómo besa Alice), el azar se abre paso en plan bestia. En lugar de venirse abajo un avión, como en Lost, hay un descarrilamiento que es un efecto dominó de calamidades, con explosiones y pedazos de tren volando para todos lados, de modo interminable. En medio del megadesastre, Joe y sus amigos encuentran una pieza como de Rasti. Pero Rasti de otro mundo, con piezas que se mueven solas.
Aparición de lo sobrenatural, militares tan malos como los funcionarios y médicos de E.T., un padre al que el peligro y la aventura llevarán a recomponer la relación con su hijo: modelo Spielberg, completado. ¿Y el monstruo, qué pito toca en todo esto? Esa es la pregunta que el propio Abrams, guionista de la película, parece no haber sabido del todo cómo contestar. Tal vez porque un monstruo à la Alien se escapa un poco del modelo. El problema no es que la aparición del bicho se dilate –esa es una opción clásica–, sino que su lisa y llana relación con la trama parece pegada con alguna de las viscosidades que le chorrean de la bocaza. ¿Qué tiene que ver con los rastis? ¿Cómo vino a parar a la Tierra, qué hace acá? ¿Por qué o para qué secuestra gente? Algunas de esas preguntas admiten respuestas más factibles que otras, pero lo cierto es que el bicharraco no termina de justificar su existencia en la película, quedando como un colado en su propia fiesta. Y así no hay fiesta que termine bien.