¡Al cine, al cine!
No hablemos de las mejores películas, de las más excelsas (aunque varias de las que se mencionarán en el próximo párrafo lo son) sino de películas en las que a uno le gustaría vivir, películas-mundo. Películas que comprometen sentidos, razón y emoción, películas mullidas, películas para repetir, películas placenteras, muchas veces desafiantes e insolentes, películas que admiramos pero que por sobre todo amamos.
En estricto orden de aparición y sin segundos pensamientos, van nueve de esas películas en las que me gustaría vivir al menos un rato (bueno, eso es lo que hago vicariamente cada vez que las reveo): Hechizo del tiempo (Ramis), Palombella rossa (Moretti), Adventureland (Mottola), Pacto de justicia (Costner), Los puentes de Madison (Eastwood), La comedia de Dios (Monteiro), Laberinto (Henson), El amor en fuga (Truffaut), Texasville (Bogdanovich). Vamos a completar la decena de este listado al paso, cambiante, con Super 8 de J.J. Abrams.
Super 8 tiene como coordenadas dinámicas a Los Goonies (Donner), Cuenta conmigo (Reiner), Cielo de octubre (Johnston), algo de Spielberg (E.T. y Encuentros cercanos del tercer tipo) y algo de Dante (Los exploradores, Matinee). Y sí, claro, Super 8 tiene mucho de la admirable capacidad de construcción de personajes que J.J. Abrams ya había demostrado en su Star Trek de 2009, de su fluidez para narrar, de su inmediata y sólida construcción de empatía. Por supuesto, también están esas luces, esos destellos en la lente (lens flare), lindos chispazos azules que cruzan por la imagen a cada rato: como si la cámara dirigida por Abrams también pudiera captar una magia enteramente visual, efímera y refulgente.
¿Qué es Super 8, además de uno de los grandes estrenos de 2011? Un relato que transcurre en un pueblo chico en 1979, sobre un grupo de chicos (sí, hay un chico y una chica) que hacen películas de zombies en super 8 y en un verano, ese verano definitorio (como para Bryan Adams era el “Summer of ‘69”), viven la gran aventura de sus vidas. ¿Es la gran aventura la que tiene que ver con la acción visualmente más espectacular, la que comienza con el tren? ¿O la gran aventura es la de crecer, la del amor, la amistad, el dolor, la búsqueda de la felicidad y la recomposición de los lazos que se habían dañado? Las grandes películas son aquellas que suelen hablar de estos y tantos otros temazos mientras nos distraen (o sea, nos divierten porque estamos interesados) con movimiento –seducción cinética– presentado con buenos “valores de producción” que nos llevan contentos, casi sin que nos demos cuenta, a que “nos importe el destino de los protagonistas”. Las comillas de la oración anterior se relacionan con diálogos de los chicos en la película, mediante los cuales Super 8 reflexiona sobre el cine y sobre el saber de esos chicos estadounidenses cinéfilos, los cinéfilos de una generación posterior a la de Spielberg-Lucas-Coppola-Milius-Scorsese-De Palma. Claro, la generación del propio Abrams (nacido en 1966), que cuenta una historia sobre adolescentes situada en la época en la que él era un adolescente. Y la cuenta con la pasión, el brío y el entusiasmo de quien sabe que con el pasado es mucho mejor construir un presente inolvidable que un muestrario de nostalgias. Abrams sabe que este presente inolvidable será, en el futuro, otro pasado, otro material de base para hacer otro presente inolvidable, o sea, otra película absolutamente imperdible como Super 8.