Dicen por ahí que a Spielberg y Lucas se les ocurrió la premisa de Indiana Jones cuando ambos compartían unas vacaciones en familia en la playa y, castillitos de arena mediante, al último se le cruzó por la cabeza la idea de un arqueólo aventurero, intrépido y canchero. Sin un rumor acrecentado por el tiempo ni una anécdota simpática que cruce los caminos de dos directores, tan sólo viendo Super 8 es fácil imaginar al director, J.J. Abrahams y Steven Spielberg compartiendo una velada romántica frente al televisor, disfrutando una retrospectiva de ET, los Goonies, Encuentros Cercanos del Tercer Tipo y, para darle algo de crédito al creador de Lost, Cloverfield, ese film que produjo y obtuvo un razonable reconocimiento.
Por si no quedó claro con el explícito ejercicio imaginativo esbozado anteriormente, Super 8 es mucho más que un homenaje a Spielberg: es casi un émulo -reconocido y por momentos hasta celebrado- del mismo. Todos los elementos spielbergianos se encuentran presentes, con cuidadas cucharadas -pero una desmedida sobredosis hacia el final- de sci-fi mágico, poesía intergaláctica, infancia freak y nostalgia exacerbada. En otras palabras, de haber habido nazis junto a los alienígenas, no hubiese faltado nada del director homenajeado.
Hay que reconocer, sin embargo, que la trama plantea una historia no original pero sí atractiva, aunque termina prometiendo más en su primer hora de metraje que lo que parece entregar: unos niños bastante atípicos deciden hacer una película de zombies, para intentar ganar un concurso indie y pasar luego a hacer más películas. El título del film, obviamente, refiere al formato elegido, que ancla al film en los años elegidos para presentar la película: los finales de la década del 70. A este disparador se suma, sin embargo, el conflicto que irrumpe los planes de los protagonistas: un tren descarrila tras una explosión y, tras notar que se trató de una suerte de atentado, los niños comienzan a sospechar que algo no estaba bien con la carga de un vagón. Manejado con un suspenso obligatorio para toda película de monstruos (al mejor estilo Tiburón, sabemos que el peligro está ahí pero no podemos del todo verlo), Super 8 avanza hacia un climax demasiado convencional y meloso, que no arruina pero sí edulcora demasiado un plato que, en su primer mitad, parecía apostar a un cine que hace rato había dejado de verse: ése que, simpático y de buen corazón, dibuja una sonrisa en la cara del espectador sin caer en lugares comunes o moralinas por demás básicas. Un objetivo cumplido a medias, para una película que pudo haber sido mucho más.