Surveillance

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Servir y proteger. Por lo que parece, esta es la clase de cosas que premian en Sitges. Como si presumiera de una carta de presentación, la película que dirige Jennifer Chambers Lynch y produce su padre David no duda a la hora de exhibir un oportuno aire de familia. En los primeros segundos de Surveillance, una serie de imágenes en ralenti que tienden a la abstracción asalta al espectador con la contundencia de un mal sueño. Figuras deformes, caras monstruosas apenas discernibles que parecen querer traspasar la pantalla, un sonido persistente y ominoso que trabaja sobre los movimientos como si en el centro de una pesadilla habitara un genio maligno dirigiendo la orquesta. Por contraposición, el siguiente plano, que muestra un automóvil corriendo por una ruta rodeada de verde y que lleva abordo a dos agentes del FBI, despliega otra cara del mismo universo tenebroso: después del horror viene el orden, se dirá. Enseguida la acción se establece en una comisaría de provincia a la que arriba la pareja de agentes, un hombre y una mujer. Pero como estamos delante de una película que lleva la firma del apellido Lynch, las cosas no son tan sencillas.

Si bien después de mostrar sin pudor las huellas de su filiación más evidente la película se decanta en su factura hacia las fatigadas delicias de una Clase B, rotunda y orgullosa, Surveillance desperdiga por sus recovecos auténticas señales lyncheanas (resulta obvio que el adjetivo le pertenece de pleno derecho sólo al padre) que le dan la cuota necesaria de un refinamiento del que no parece dispuesta a desprenderse del todo. Los planos que se demoran un segundo más de lo previsto dejan ver un gesto o una mirada que se encargan de desestabilizar el conjunto y de volver a sembrar la angustia o el miedo, según el caso. Surveillance es un universo en el que todo se trastoca, no hay autoridad a la que aferrarse ni, prácticamente, redención alguna posible. Esa es la parte que en el reparto le toca a David. Lástima que la hija, en cambio, está más interesada en el gore trivial y sus zonas aledañas, que terminan imponiendo en la película su general chatura. En Surveillance hay desmembramientos y chorros de sangre que se ofrecen como complemento necesario de un mundo en el que lo único que aparenta quedar en pie es el valor prosaico del cuerpo como espectáculo.

En uno de los últimos planos, los dementes asesinos, protagonistas inesperados de la película, advierten con cierta simpatía la figura de una niña que asistió impertérrita a la masacre y que los mira irse a toda velocidad por la ruta. Como si una desafiante prescindencia la preservara incluso ante los ojos de los criminales, la directora parece depositar en la niña la mirada de un espectador que nunca termina de comprometerse con lo que ve. Es que Surveillance hace desfilar sus imágenes con una distancia programada, obtenida a golpes de una escritura que parece salida de un taller de guión. Los rutinarios flashbacks, en los que se representan falsos puntos de vista de los personajes, brindan por su lado la idea de una película laboriosa, trabajada casi hasta la extenuación, y que carece absolutamente de misterio. En Surveillance no queda mucho lugar para el desconcierto o los malos entendidos como no sean aquellos módicos, y que se disipan bien pronto, producidos a fuerza de un cálculo y una astucia que se hacen pasar por sofisticación.