Hace mil años, a orillas del Mar Negro, tres mujeres inventaron la brujería. Eran hermanas, se hicieron poderosas y fueron perseguidas, pero lograron preservarse a través de los siglos porque se hicieron construir tres edificios en cuyos sótanos establecieron su morada. El arquitecto que diseñó estas casas se llamaba Varelli; una en Friburgo, Alemania, otra en Roma, otra en Nueva York, las casas replicaron la estructura del castillo gótico y escondieron en sus entrañas el mal que podría hacer tambalear al mundo civilizado y moderno. Porque, además de alimentarse permanentemente de sus víctimas, especialmente muchachas, ciertos objetos mágicos podían despertar el terrible poder de las brujas, Madre Suspiriorum, Madre Tenebrarum y Madre Lachrymarum, una trinidad maldita que invertía en clave oscura y visceral el poder racional y ordenador masculino. Así, en forma de cuento de hadas, ficcionalizaron lxs guionistas Dario Argento y Daria Nicolodi los comienzos de la brujería en la Edad Media, y arrastraron hasta el siglo XX la amenaza de las brujas en tres relatos que tienen exactamente la misma estructura. La trilogía de las Madres, se los llamó, y tardaron treinta años en completarse.
Las dos primeras películas, Suspiria (1977) e Inferno (1980), repiten la misma fórmula: alguien llega a uno de estos edificios con total inocencia, pero pronto una serie de sucesos inexplicables y crímenes horrendos hacen que empiece a saber. Los retazos de información se arman como un rompecabezas y, cuando el cuadro está listo, el o la protagonista está también preparado para descender al infierno en busca de la bruja de turno. Las dos, también, se basan enteramente en desplegar esta idea a través de pasillos de paredes rojas, desvanes atestados de objetos rotos, escaleras y pasadizos, en recorridos por el espacio y trampas de la visibilidad que son perfectas, toda una manera de entender al cine como experiencia física. En La tercera madre (2007) Argento complicó el esquema tratando de hacer un cine más contemporáneo y a la vez pensando en una apoteosis posible para su Trilogía de las Madres que se proyectara a una escala mayor, cósmica, pero a la vez no quedó nada de la estética que hizo de sus primeras entregas películas de culto. Porque así de sencillos como suenan los argumentos, el arte que Argento plasmó en Suspiria tenía que ver con hacer del recorrido por la mansión gótica un material suficiente a través del color, el diseño, y una puesta de cámara que mantuviera el suspenso minuto a minuto.
Suspiria es una caja de sorpresas, por supuesto que malditas. Hay una estudiante de danzas norteamericana, Susie Bannion (Jessica Harper, elegida entre otras cosas por el tamaño de sus ojos) que llega a una academia de danzas en Friburgo. Basta con ver la fachada de la casa, de un colorado furioso, y a la que Suzy llega en medio de la lluvia más feroz, para entender que todo será desastroso: las alumnas están asustadas, las profesoras y personal de la academia son señoras grotescas de labios rojos y sonrisas de marioneta, las habitaciones están infestadas de gusanos y, por si todo esto fuera poco, la noche en que Susie llega una estudiante huye despavorida en medio de la tormenta y se interna en el bosque. La genialidad de Argento, además de un uso del color que tenía influencias del giallo italiano y de otro maestro como Mario Bava, consistió en hacer del diseño el soporte que le permitía instalar su película en el cruce del terror con otros géneros. Un ejemplo: como la idea original era que las alumnas de la academia de danzas fueran niñas pero esa película era imposible de hacer (el gore, la carne cortada en primer plano y la abundancia de sangre de color coral son algunos de los sellos de Argento), se decidió que las puertas fueran sobredimensionadas y los picaportes quedaran altísimos, como para dar la sensación de que las chicas eran niñas. Solo con esos recursos, Argento hace que la útlima parte de la película sea una versión macabra de Alicia en el País de las Maravillas, así como el final de Inferno tiene elementos de El Mago de Oz.
Se trata de películas que inventan, escena tras escena, variantes atractivas y festivas del susto que las convierten en una especie de tren fantasma rebosante de creatividad visual, como las versiones de la telaraña o laberinto -de alambre, de gatos, de cuerdas- en que se enredan los personajes. O esa secuencia morosa al comienzo de Inferno en que la protagonista mete la mano en un pozo lleno de agua para buscar el colgante que se le acaba de caer: la mano femenina, las uñas pintadas, la cadenita de color dorado y el manojo de llaves entre escombros conforman un plano precioso en el que todo el dramatismo y el suspenso están dados por el movimiento de la mano, que rebusca en lo que su dueña no puede ver, para angustia de lxs espectadorxs. Solo en La tercera madre, que abandonó ese tipo de construcción detallista en pos de recursos más convencionales, se diluye casi por completo un estilo visual que no supo sobrevivir a su época (cosa que por otra parte era un gran desafío, porque Argento no podía replicar Suspiria o Inferno sin resultar “retro”). Ese trabajo visual, sumado a un relato tripartito cuyo centro era, como en el gótico, un poder primitivo y oscuro que el mundo moderno reprime pero que permanece como amenaza y atracción, condensado en el cuerpo de las mujeres, era suficiente para hacer no “grandes” películas sino películas inolvidables, porque lo grande es precisamente el enemigo, la importancia discursiva, la complacencia con los temas “importantes”. Lo bello del gótico es que desde el principio encontró su manera de referirse a los mismísimos cimientos de nuestra cultura con recursos estéticos, sensuales y sensoriales.
En su nueva Suspiria, Luca Guadagnino (a pesar de que venía de hacer Llámame por tu nombre, una película sobre el amor y el deseo entre varones donde el verano italiano, lo bucólico, los estanques y la fruta madura eran palpables) hizo exactamente lo contrario de Argento. Puede ser que amara Suspiria, pero no le pareció suficiente, y eso está claro en el modo en que cruzó en su película el argumento de Argento y Daria Nicolodi con el contexto político de la Berlín dividida en el año 77 y pérdidas todavía presentes en los campos de concentración del nazismo. De nuevo es Susie Bannion (Dakota Johnson) la que llega a una academia de danzas comandada por mujeres rarísimas, esta vez en una Berlín recreada a partir de la estética realista de los setenta con una paleta de marrones y beiges. La sangre se acopla a ese espectro, ya no brilla, tiende al bordó, y tampoco figura demasiado. Guadagnino usa la danza, casi ausente en la primera Suspiria (donde lo que le interesaba a Argento, como dije, es la idea de internado de pupilas) para mostrar cómo la protagonista de pasado menonita en Ohio, atraída a la academia por un impulso casi maléfico e inexplicable, empieza a conectar con algo oscuro que reside en el lugar. Las brujas, un enjambre de mujeronas vulgares que gritan y ríen a viva voz, tienen lo suyo, y por supuesto está Tilda Swinton como la profesora andrógina, con un aire al Drácula de Coppola, con la que Susie establece una relación que unx desea lésbica. Porque hay sexo desperdigado acá y allá, en una danza extática después de la que Susie afirma que sintió estar cogiendo con un animal, o en los sueños que Madame Blanc (Swinton) le insufla por las noches.
Eso es lo mejor de esta nueva Suspiria, y quizás también el intento de giro interesante de que Susie Banion sea otra cosa que la ejecutora de la bruja de turno; Dakota Johnson, magnífica y entregada, que prácticamente empezó su carrera desnudándose para coger duro en la novelesca Cincuenta Sombras de Grey, parece la actriz fetiche de un cine clase B que ya no existe pero podría, al menos en espíritu. Guadagnino elige otro camino, con su película de dos horas y media subdividida en seis actos y un epílogo y en una maraña de subtramas entre las cuales las brujas son casi lo que menos importa entre Baader-Meinhof, el secuestro de un avión de Lufthansa por agentes palestinos, un psicoanalista al que otra alumna de la academia (Chloe Grace Moretz, que arruina todo lo que toca) va a visitar y con el que se trata de tender un puente temático entre creencias esotéricas y manipulación mental de corte fascista: todo está ahí, mezclado y superpuesto y tratado con una superficialidad que impide a la película o a lxs espectadorxs conectar realmente con nada. Para no hablar del desdén absoluto de Guadagnino por el terror como género y su potencial metafórico; acá, todo tema debe ser aludido y enunciado, solo para ser descartado y pasar otro tema igual de importante. En ese sentido la Suspiria de Guadagnino opera como Roma, otra “gran película” contemporánea: se puede poner mujeres como protagonistas, hablar a través de ellas de maternidad o sexo pero solo un poco, y justificar la importancia de todo esto sugiriendo conexiones con el gran panorama histórico de la época (si es los setentas, la violencia política y la lucha armada, tantísimo mejor). Ninguna película es el enemigo, pero está bien odiar a un arte que se produce desde una agenda políticamente correcta y en última instancia aburridísima.