El 12 de agosto de 1977, Darío Argento estrena su sexto largometraje: Suspiria. La versión de 2018 de Luca Guadagnino retoma narrativamente el esqueleto de aquel filme, le infunde al relato signos históricos reconocibles y se apropia estéticamente de este por otro camino. Como en el filme de Argento, Susie llega a Alemania desde los Estados Unidos para tomar clases en una academia de danza llamada Markos Tantz. Las jóvenes bailarinas viven en la academia y están a merced de un staff conducido por Madame Blanc. La exigencia artística es evidente, el prestigio de la compañía también, no así la pertenencia de sus conductores a una orden pagana. Prever sacrificios es lógico, porque un aquelarre, por definición, no puede prescindir de rituales ni de las víctimas que lo animan.
A partir del ADN del filme de Argento, Guadagnino construye otra cosa. A la lúdica teología del original le añade terrorismo de izquierda en la Alemania setentista, ecos negados del nazismo y un poco de psicoanálisis de café. Así, el peso de la Historia asfixia el juego perverso de la vieja Suspiria, que no necesitaba invocar el terror con nombre propio para escenificarlo, ni menos aún edificar una trama simbólicamente densa para sostenerse. El maravilloso expresionismo cromático es sustituido aquí por un realismo descolorido con interrupciones de lo fantástico, y el horror que no se deja narrar es interceptado por una solemne imposición de temas importantes.
De ese modo, los personajes estrafalarios de la primera Suspiria y la abstracción deliberada, capaz de concebir crímenes diabólicos y a través de ellos asir físicamente lo siniestro, tienen que ordenarse en esta deslucida versión en aras de la respetabilidad simbólica. El resultado: un remedo anémico, un acopio de motivos vintage que ilustran débilmente los espectros del siglo 20. A esta versión le falta los rojos, los verdes y los azules y los rosas; la tensión entre la intensidad cromática y la oscuridad proveniente de lo siniestro que tenía la de Argento está ausente.
En el cine, como en otras expresiones artísticas, una obra puede dar lugar a revisiones. No existe razón para pensar que la original es mejor. Anteceder a algo es una mera contingencia. Si la nueva Suspiria fuera la original, sus debilidades internas estarían ahí y probablemente a nadie se le ocurriría volver a filmarla. Sería lo que es: una desangelada película de terror sin terror o un intento fallido de entablar una relación entre el terror psíquico y el horror histórico. La descafeinada Suspiria de 2018 remite a esa gloria estética del cine de 1970 sin revivir un instante de aquella. Ni siquiera la breve aparición fantasmal de Jessica Harper, gran protagonista del filme de Argento, es suficiente.