Una propuesta cinematográfica con identidad propia que expone a la remake como forma de arte.
El concepto de remake ha atraído más detractores que adeptos. La mayoría de las veces es un intento desesperado de las cabezas de los estudios por seguir haciendo dinero con una propiedad preexistente, con la excusa de acercar un clásico a nuevas generaciones, o llevar una gran película extranjera a otro público que le encantaría apostar por esa historia, solo que no quieren ir al cine a leer (en el caso de los espectadores norteamericanos, claro está).
Pero hay ocasiones en donde la remake puede ser una forma de arte. Esta puede ser derivativa, como tomar un clásico del cine blanco y negro y copiarlo cuadro a cuadro pero a color, o una completamente más noble como tomar la premisa base de aquella película, tomar nota de algunos de sus simbolismos y encontrar un tema que permita llevar ese exponente de género un paso más lejos. En definitiva: ser su propia cosa, que es a lo que apunta Luca Guadagnino con su Suspiria
Una bestia con identidad propia
La película goza de un extenso desarrollo de personajes, valiéndose más de gestos visuales que de los diálogos para sustentar ese desarrollo. Salta a la vista a dónde fueron a parar esos 60 minutos extra que esta versión tiene respecto de la de Darío Argento. Percibimos a la Susie Bannion de esta versión no como una final girl, sino como un personaje mucho más profundo: vemos de dónde viene, vemos cómo su fuerte crianza religiosa hace mella en ella, y vemos cómo utiliza al baile para exorcizar todos los demonios que lleva dentro. Esto llega a buen destino no solo por el guion, sino por una Dakota Johnson que actúa con un rango expresivo amplio (felicidad, sensualidad, timidez, pasión), pero particularmente utilizando todo el cuerpo.
La violencia retratada en la película es de una índole más física que sanguínea. En particular durante una secuencia donde se alterna la contorsionada muerte de una joven, en paralelo a una tan elaborada como fluida coreografía de baile por parte de la protagonista. Contorsión que será la gran fuente de momentos de tensión en el film, sostenida hasta un clímax donde sí será sangriento, pero con un tono alucinatorio que dará que hablar mucho después de haber abandonado la sala.
Podemos hablar largo y tendido sobre las diferencias estilísticas y narrativas que tiene esta versión respecto de la Suspiria de Argento (que se prueban abismales desde la primera escena), pero hay un detalle que confirma a esta versión como un animal diferente, como su propia cosa: el tema de la maternidad presente en la forma de varios simbolismos a lo largo del film. La culpa de Susie respecto de abandonar a su madre biológica para seguir su sueño, y la madre sustituta que encuentra en su profesora Viva Blanc (Tilda Swinton).
Como si la culpa y la protección no fueran suficientes, se podría decir que estos simbolismos adquieren ribetes hasta religiosos. En una escena, Blanc le dice a Susie que la escuela de baile es un gran cuerpo y ella debe elegir qué parte del mismo desea ser. Tras oír opciones como la cabeza, las piernas o el sexo, Susie, sin dudarlo decide que quiere ser las manos… un gesto que podría ser interpretado como las manos de una madre sanadora.
El contexto histórico también es un protagonista; no se limita a ser solo un decorado bonito. Las turbulencias políticas del Berlín de 1977 funcionan como una alegoría de lo que ocurre en las catacumbas de esta escuela.
Suspiria es una remake que se aleja completamente de su original, pero cuando se la analiza en sus propios términos, el resultado es un notable ejercicio de personaje; perturbador, psicológico, rico en simbolismos, y con un subtexto que obliga al espectador a involucrarse activamente.