El primer debate radical que se abre frente a esta remake de libre construcción creada a partir del filme de culto del mismo nombre que Darío Argento estrenó en 1977 no solo es un cuestionamiento acerca de su condición de “fiel en cuerpo y alma a la original”, sino cuán cerca o cuán lejos está del mundo laberíntico del género del terror en todas sus dimensiones históricas.
Luca Guadagnino es un director italiano de 47 años que transita su sexto filme con la creación de esta criatura demencial. Su Suspiria se propone dialogar, ni más ni menos, con el filme del maestro del giallo. Si bien la repercusión y los premios de Llamame por mí nombre (2017) le habilitan los recursos de producción, el ego y la cartelera, la decisión de arriesgarse más allá de los recaudos que posiblemente otros realizadores tomarían para abordar este caso, no es nada desdeñable.
Cuarenta y un años han pasado desde la obra de Argento, aquella Suspiria que es una muestra purista del relato del sanguíneo terror. Dueña de un suspense visceral, es capaz de generar un “temblor” real, digno efecto de su manejo de la incertidumbre y la perturbación emocional. Su clave narrativa está determinada por una cámara que traza una tensión constante entre el sujeto y el espacio, herramienta expresiva que multiplica y deconstruye a la vez en cada escena de alta crisis dramática. Su paleta de colores primarios saturados a puro contrapunto es estridente y artificiosa al extremo, de forma tal que toda impresión o intención de realismo queda lejos de la perspectiva de su narración original.
Es innegable que realizar una remake cuatro décadas después pide a gritos, a quien se haya atrevido a esa osadía, a tomar nuevos riesgos, sin liquidar en esa audacia la esencia del filme que lo llevó a esta instancia. Lograr que surja de la pantalla una obra nueva que converse con su original e intente expandir alguno de sus bordes. Pretendemos que intente ir más lejos de lo previsible, o que profundice a partir de los años de cine transcurridos en los cambios de pensamientos de cada época actualizando sus parámetros formales y generando de esa dialéctica imaginaria entre ambas un hijo nuevo, alguien que llevará la esencia de su padre y la gracia vital de su madre.
Guadagnino puede no haberle concedido valor alguno a estas necesidades espectatoriales, pero no podemos negar que son una expectativa lógica para los espectadores avezados que esperan este relato nuevo con ansias, para destripar la obra y comérsela llena de sangre, en una escena digna de las brujas de este filme. Pero la respuesta a esta expectativa imaginaria no es la ideal, la nueva Suspiria dialoga en muy pocos aspectos con la película original, pues su vínculo más claro lo establece con el cine que le es contemporáneo, y deja en claro que en este juego genérico hay una serie de búsquedas estéticas que resuelven preocupaciones mucho más personales de Guadagnino que las de la historia del género, del Giallo, de Argento y de sus derivados.
Pero para ser más específicos evaluemos que ha transpuesto y cómo lo ha hecho, que ha postergado, que ha dejado fuera de la obra, y que filme finalmente nos podremos encontrar hoy en la pantalla grande.
El argumento se inicia con un núcleo disparador similar: una joven bailarina americana (Dakota Johnson) llega a la escuela de baile en Berlín, años 70, para comenzar allí una nueva vida. La gran referente del lugar será Madame Blanche (Tilda Swinton) la directora del cuerpo de baile del establecimiento que, entre otras figuras femeninas, lidera la institución. Un mundo exclusivo de mujeres y un poderío matriarcal que en manos de Guadagnino se presenta claramente como un manifiesto feminista.
A este mismo disparador, el nuevo guion le superpone otra trama secundaria, la del Dr. Josef Klemperer – también caracterizado por Swinton con arduo trabajo de maquillaje – un psiquiatra de edad avanzada que se siente involucrado en la desaparición de una sus pacientes, bailarina de la “Academia Markos” en intenta investigar por sus medios sobre el destino de la joven. Esta subtrama inexistente en su versión original deriva hacia la historia personal de este personaje que lo enlaza a su pasado y a la vez a la segunda guerra. El pastiche narrativo que genera esta nueva capa no sólo no aporta al núcleo infernal de la academia maldita, sino que distrae, extiende y disgrega de manera forzada apuntando a un epílogo que es digno de un innecesario melodrama.
En cuento a otras cuestiones de contenido, como el uso del sentido de la época y el contexto, este filme nuevo refuerza, o más bien dicho fuerza, la enunciación directa o indirecta del Berlín de los años 70 y sus aspectos de tensión social que hacen referencia a temas políticos hasta dar pie con el nazismo. Aún cuando darle a la nueva Suspiria una mirada más actualizada y realista fuera atractivo, el relato sobreabunda en marcas de este aspecto a diestra y siniestra , al borde del agotamiento dramático.
Si hay locura, audacia e incomodidad es en otro lado. Si hay, diría, hasta prepotencia y erotismo donde antes no existía es en el universo del baile, en el foco del conflicto puesto en esos cuerpos. Todas estas mujeres en movimiento generan una suerte de fuerza dionisíaca proporcionando en esas escenas la clave estética y dramática del filme. El uso de la danza contemporánea frente a la clásica del filme de los 70, trae como correlato formal la disrupción contra la armonía y el equilibrio del clasicismo aportando coreografías intensas y hasta violentas. Allí vemos la soltura de su capacidad audiovisual, la plástica del infierno de esos cuerpos espásticos en concordancia con una fotografía de contrastes bajos, de grises densos, de colores desaturados y podemos ver la idea de “malestar” que Guadagnino quiere articular.
Ahora, a la luz del suspense y la angustia que el género del terror tiene chances de proponer y materializar, no es lo que este juego de formas inquietantes, erotizadas y de a momentos perturbadoras nos puede ofrecer. Su desborde formal, su juego de sangre que estalla al final en una operística fantasía de grand finale que puede impactar por su desmesura, pero no por su perturbación terrorífica ni su patos emocional.
La perla del collar es sin duda la de la Tilda Swinton que hace y deshace con su rostro un mundo de estados emocionales. Ella como centro del relato, aún cuando el centro lo ocupe Dakota Johnson, o eso intente, configura un motín de féminas en estado de poder absoluto más que un discurso de brujas, maldiciones y otras narrativas.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria