Prácticamente sin que nos diéramos cuenta, las simpáticas trapisondas de Charlie Kaufman como guionista fueron adquiriendo un grado de visibilidad y una consideración subterránea, que a la larga contribuyeron misteriosamente a la construcción del estatuto casi de culto del que el hombre parece gozar hoy en día dentro del cine americano. Aunque hay antecedentes, algunos ilustres y otros no tanto, no es una consecuencia necesaria propia de su oficio que los guionistas se pasen a la dirección. Y el pasaje podría tener en ciertos casos algún atisbo de revancha o de intento de reivindicación personal, como si el escritor de marras dijera “ahora sí, ahora que dirijo yo no hay nada que me restrinja, mis ideas van a tener por fin un cauce acorde a su necesidad”. En Todas las vidas, mi vida, su debut detrás de la cámara, Kaufman parece empecinado en concentrarse en los aspectos más deprimentes y sórdidos de su escritura, que no se sabe si son poco apropiados para los directores con los que ha trabajado antes pero que en todo caso solían aparecer de a ratos, casi siempre en medio de un clima más o menos zumbón.
La película arranca con lo que en otra oportunidad hubiera podido ser un tremendo gag cómico. Philip Seymour Hoffman, que es un dramaturgo y puestista insatisfecho con su desempeño artístico, se despierta con cara de agobio. Lo vemos cuando se sienta en la cama, abatido antes de empezar el día, pero en realidad lo que estamos mirando es un espejo en el que el personaje se está viendo reflejado. Las miradas confluyen. El director quiere tal vez que sepamos cómo Hoffman se considera a sí mismo. La radio trasmite un programa en el que el tema de conversación es el otoño (al que, como es habitual, en inglés se refieren como “fall”, es decir, “caída”) y tienen a una profesora de algo como invitada, que recita el fragmento de un poema alusivo. “Qué terrible, qué abrumador”, dice más o menos el conductor del programa cuando termina de escucharla. “Terrible, sí. Pero indudablemente verdadero”, dice la profesora. La cosa en verdad es poco sutil, ¿a qué juega Kaufman? No hay atisbos de comicidad en la escena, que se completa con el personaje de Hoffman deambulando por la cocina en busca del desayuno mientras su mujer, Catherine Keener, le limpia el traste a la pequeña hija de ambos para descubrir que la caca de la niña es de color verde. Después, Hoffman va a buscar el diario y se encuentra con noticias desalentadoras, entre ellas la muerte de Harold Pinter (el protagonista aclara que se trata de un Premio Nobel, quizá para subrayarle al espectador la importancia del finado); le ponen la tele a la nena y aparece un dibujo animado que alerta sobre el comportamiento impredecible de un virus. Enseguida, mientras Hoffman se está afeitando, el grifo pega un salto violento y le golpea la frente. La mujer irrumpe ante los gritos de su marido y no sabe si concentrarse en el agua que está inundando el baño o en la sangre que le chorrea por la cara a Hoffman. Toda la secuencia es demasiado grotesca para ser seria pero tampoco es comedia. A partir de allí, se sucede un rosario de desgracias inimaginable con las que el director se dedica a comentar el mal funcionamiento del mundo, en el que no deja de señalarse un carácter ominoso e inescrutable al que el esfuerzo del arte no alcanza a mitigar. Mientras, el paso del tiempo es el hilo rojo sangre con el que se zurcen las pobres vidas de los personajes, que se afanan con risibles ínfulas de trascendencia en el barro de la vida.
La película resulta un poco tediosa en el dolor afectado y aquejado de sobreescritura de sus personajes, y bastante chapucera en la denuncia del obligado fracaso de toda empresa humana. Aunque se trate de una ristra de ideas que enseguida se sospechan de segunda mano (y cuya fuente quizá pueda rastrearse en los escritores acaso un poco anticuados por los que Kaufman siente predilección y a los que cita, como Arthur Miller, por ejemplo), no se puede negar que hay algunos trazos que se hacen reconocibles de inmediato en los seres desesperados, a menudo con personalidad desdoblada que habitan sus historias, a los que aquí se sazona convenientemente con el condimento de los vaivenes de la creación artística, no vaya a ser cosa que se pase por alto que el tipo está interesado en la clase de temas que ha desvelado a la humanidad por siglos. De modo que Kaufman quizá sea un guionista autor, lo que no es necesariamente una ventaja.
Todas las vidas… está atravesada por el acero de un sentimiento trágico cuya pertinencia cinematográfica no termina de establecerse y se asemeja más bien a una condición previa, como si la película operara a modo de ilustración de una idea en la que la situación horrible del mundo no se predica del ejercicio del cine (ese trámite que al director parece resultarle un poco engorroso y que lleva a cabo de manera más o menos diligente y rutinaria, con sus planos de una sobriedad anónima, orgullosamente embargados de cierto primitivismo cool que no desentonaría en cualquiera de los directores que filmaron sus guiones antes). Por el contrario, lo que hay en Todas las vidas… no deja de constituir una vulgata apenas sofisticada (aunque a veces ni siquiera eso: hay que ver cómo se anuncian los síntomas de lo terrible aquí, con Catherine Keener estornudando en el hueco del antebrazo), un saber común cuya circulación se integra con golpes de pico a la película con la intención de otorgarle un halo de verdad irrefutable. Claro que ese halo está fundado nada menos que en la familiaridad, en esa cercanía un poco obscena de las cosas y los hechos a los que damos por naturales y que ni se nos ocurre poner en cuestionamiento.