El arte de sufrir
De la pluma de Charlie Kaufman, un viaje hacia lo profundo de una mente torturada.
"No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre -¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno(...)"
(Jorge Lus Borges, "La Biblioteca de Babel")
A las 7.44, Caden Cotard comenzó su día. A las 7.45, lo habrá terminado. O no. En este metarompecabezas que es Todas las vidas, mi vida, todo lo que le sucede al protagonista puede o no haber sido un sueño que duró sólo un minuto. En él pasa toda su vida: sus pasiones, sus proyectos, sus amarguras, sus frustraciones. Y el tiempo que, literalmente, se lo lleva por delante.
Cotard (Philip Seymour Hoffman) es un autor teatral que vive con su mujer artista (Catherine Keener) y su hija de cuatro años en un pueblo en las afueras de Nueva York. Allí monta una producción de La muerte del viajante con actores jóvenes porque, dice, todos terminarán envejeciendo y muriendo, igualmente.
Es evidente que el protagonista del primer filme como realizador del guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos no es una persona optimista. Al contrario: es un depresivo severo, pesimista de manual, enfermizo y enfermante. Alguien que no encuentra sentido a su vida, y menos aún cuando su esposa, cansada, lo deja y se va con la niña a Berlín.
Cotard (el Síndrome de Cotard existe y habla de personas que se sienten muertas en vida) intentará reconstruir su vida de diversas maneras. Y en esa serie de reconstrucciones -simulacros- se le irán los años. Mantendrá una relación con una dulce empleada del teatro (Samantha Morton) y un romance con una actriz (Michelle Williams) con la que tendrá una hija a la que siempre llamará con el nombre de la anterior, a la que adora y extraña. Pero, fundamentalmente, ganará una beca millonaria y con ella intentará producir la obra de teatro más ambiciosa jamás realizada.
Para eso conseguirá un enorme galpón en Nueva York y juntará allí a actores, sin guión alguno, para producir entre todos "algo real, honesto, la cruda verdad", en la que cada uno -pero especialmente él- pondrá en escena sus conflictos personales. El asunto crecerá y crecerá hasta ocuparle al hombre todo su tiempo: la reconstrucción de su vida será, en definitiva, su vida misma. Y esto, para los que conocen los guiones de Kaufman, recién empieza a complicarse ahí.
Tan ambiciosa como angustiante, acaso una de las películas más tristes y depresivas jamás hechas, Todas las vidas... es un racconto de las experiencias de un hombre que, como él mismo dice, va "camino hacia la muerte aunque estoy, por el momento, vivo". Enfermedades, amores frustrados, separaciones, dolor, muertes y más muertes. El tiempo que se esfuma ("Mi mujer se fue hace una semana", dice. "Ya pasó un año", le contestan). No hay casi lugar para la luz en la vida de Caden, salvo aquella que perdió y no logra recuperar.
En sus guiones para Spike Jonze (¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas) o Michel Gondry (Eterno resplandor...), Kaufman dejaba sus complejos artefactos en manos de cineastas que uno podría llamar lúdicos, juguetones. Con él mismo al frente del barco, se pierde ese lado liviano y cómico (lo intenta en un principio, pero no lo logra) y deja en primer plano todas las preocupaciones metafísicas y filosóficas, y a un personaje frustrado y frustrante, con el que, finalmente, resulta muy difícil identificarse por más que se compartan ciertas obsesiones, temas y (malas) elecciones.
De cualquier manera, Kaufman sigue siendo un fascinante creador de universos, capaz de intentar crear una "sinécdoque" (figura retórica que refiere a una parte que representa un todo; de allí viene el título original del filme) del mundo entero y de todas las preocupaciones humanas y, al no poder reducirlo, termina construyendo una vida dentro de otra, un simulacro que lo consume. A él y a Caden.
Ambiciosa y desmedida, creativa y voraz, angustiante a más no poder, Todas las vidas... es un extraño viaje por el mundo de las ideas, pero un filme acaso demasiado cerebral para que toda la experiencia humana que debería contener nos interpele y nos conmueva.