No es bueno ser Cotard
Charlie Kaufman se convirtió, con razón, en uno de los guionistas más importantes del cine norteamericano con aspiraciones indie, después de firmar los libros de películas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Michel Gondry), Confesiones de una mente peligrosa (George Clooney), El ladrón de orquídeas (Spike Jonze) y ¿Quieres ser John Malkovich? (Spike Jonze). Y ahora llega a la dirección con un relato que tiene tanto de barroco como los films en donde participó como guionista, con una clara influencia en la puesta de Jonze y Gondry, dos directores que se hicieron conocidos filmando videoclips.
Y si bien hay que abandonar cierta idea instalada en la cinefilia dura que los realizadores que trabajan o trabajaron en el formato de tres minutos son descartables, en su ópera prima Kaufman muestra cierta puesta barroca que podría emparentarse con el estilo clipero –aunque hay que aclarar que el género admite infinitas variantes, después de todo ¿cuál la estética en común de un Chemical Brothers, Miranda! o Black Eyed Peas–.
Lo cierto es que la larga introducción tiene la intención de allanar el camino a la puerta de entrada a Synecdoche, New York - Todas las vidas, mi vida, una especie de falso biopic en plan lisérgico sobre Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman), dramaturgo de profesión y perdedor nato en el resto de los ítems: inseguro, hipocondríaco y despreciado por Adele (la extraordinaria Catherine Keener, que fue ya trabajó con Hoffman en Capote como la amiga del escritor), su exitosa esposa y artista plástica.
Caden transita por la vida como pidiendo disculpas y quejándose de una serie de enfermedades, que nunca queda claro sin son imaginarias o no. Con sus continuos cambios de tono, de género, de registros, todo incluido en una interminable paleta de recursos, la película exige un esfuerzo de percepción de parte del espectador, que necesariamente deberá abandonar las seguridades de un relato más o menos clásico para internarse en la historia de un hombre triste que recibe una oportunidad inesperada para reivindicarse. Claro, el protagonista carga con sus complejidades existenciales y Kaufman lleva a la pantalla esos vaivenes a través de un artificio casi extremo y un guión complejo. La pregunta es si la textura abigarrada del film no resulta en un tamiz demasiado críptico para el espectador.