La vida es fea
Guionista mimado de la generación de directores que llegó al cine sobre la parte final del siglo pasado, Charlie Kaufman demuestra con Todas las vidas, mi vida que tras el encanto de películas como ¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos no sólo había un mundo que le pertenecía desde las ideas, sino que además el punto de vista de los directores funcionaba como dique contenedor para ordenar y organizar ese universo rico en elementos. Aquí director, y sin un evidente sentido de la practicidad, Kaufman vuelve a alumbrar ideas más o menos relucientes pero sin la necesaria organicidad narrativa como para que eso que nos cuenta nos interese un poco.
Un afectado (como todas las veces que está mal) Philip Seymour Hoffman interpreta a Caden Cotard, un director de teatro hipocondríaco, dueño de un fatalismo absoluto y posmoderno. Nada de lo que hace le genera placer, más allá de parecer talentoso en lo suyo: así lo demuestran las críticas que recibe por su adaptación de La muerte de un viajante. Pero Caden vive un matrimonio frustrado, con una hija y una mujer que se fugan a Alemania, y con amoríos varios con una empleada y una actriz. Sin embargo, su constante inconformismo lo lleva interpelarse sobre el sentido de los días que discurren, mientras comienza a sentir las pérdidas como algo que adquiere el inevitable rostro de la muerte.
Hasta ahí, un relato con algunas distorsiones y disrupciones narrativas, pero que fluye con cierta normalidad, dentro de lo que podemos denominar “normalidad” en el cine de Kaufman. Mechado con algunos momentos de humor, Todas las vidas, mi vida funciona en esos momentos como una amarga reflexión sobre la creación y la soledad a la que se ve inmerso todo artista que utiliza su interior para construir sus obras. Para Caden, cada trozo que crea es una parte de sí que desaparece. Crecer, bajo su punto de vista, es morir lentamente. Tal vez por eso, a los 50 años, Kaufman habrá necesitado pasar a la dirección tras guionar durante varios años. Esa necesidad de imprimir definitivamente sus ideas, antes de que el tiempo cumpla su cometido, tal vez hayan justificado el film.
Pero claro, como todo arte que se construye con un fin utilitario demuestra, una vez acabado, su total futilidad más allá del propio goce personal. Si bien por los materiales con los que trabaja -psicología, física- los mundos de Kaufman siempre apelaron a algún tipo de hermetismo, aquí la falta de un narrador que imbrique esas ideas con un sentido narrativo hace que la película haga agua allí cuando comienza a descubrir sus múltiples capas. Y que aquí se revelan cuando Caden, tras recibir un premio, compre un estudio gigante para montar la obra de teatro más arriesgada de todos los tiempos: una donde cada actor viva una vida, y donde cada vida sea un pedazo de la vida de su propio autor. Jugar a Dios, que le llaman.
Y es ahí, en ese quiebre por el lado de lo onírico, donde no se sabe si lo que estamos viendo es real y ficticio, donde Kaufman se pierde, donde se descubre que todo lo contado anteriormente deja de importar si lo único que sobresalen son una serie de conceptos que se resuelven visual y estéticamente. Atrás quedan las enfermedades de Caden y los devaneos con un humor amargo. Luego de un quiebre abrupto nos vemos sumergidos en un universo metalingüístico sobre la creación y la ficción, con sus diversos niveles de interpretación, que contados sin gracia sólo demoran una resolución que era evidente: una vez que Caden puede descubrirse a sí mismo, sólo queda la inexorable extinción.
Posiblemente el film contenga muchos elementos que en una crítica no se alcancen a desarrollar y darían para un artículo que indague en otras disciplinas, cosa para la que este humilde escriba está un poco vedado. Pero hasta en ello, en la imposibilidad de analizarlo desde el cine, Todas las vidas, mi vida demuestra su irrelevancia como producto fílmico. Igual de intertextual era la reciente La isla siniestra, allí estaba Scorsese para darle un sentido al film e involucrarlo en el universo del cine. Kaufman apenas usa al cine como herramienta, para darle imagen a lo que cuenta: que es mucho, pero encriptado y confuso, sin una homogenización, ni orden. Paradójicamente su película le rinde mayor tributo al videoclip (por el hecho de ser apenas un chiche visual), ese mundo del que venían los Jonze y los Gondry, a los que antes les había dado sus materiales. Y termina construyendo un film de guionista, tan perfecto desde lo formal como escasamente frío y distante desde lo emocional, que termina por contagiarse del fatalismo de su protagonista: un pesimismo inocuo, porque no parte de la idea de que la vida es finita, sino de que la vida, directamente, no existe.