¿Por dónde empezar a hacer una crítica de un film de Charlie Kaufman, el primero como director? Se hace casi imprescindible comenzar por hacer referencia a sus trabajos previos como guionista, porque allí se encuentran todos los elementos que en Todas las vidas, mi vida se elevan a la décima potencia.
Algo interesante sucede con este guionista devenido director, y es que aunque éste sea su primer film, ya se habla de él como una figura de autor: nadie recuerda con exactitud quién dirigió sus anteriores trabajos, sólo se recuerda que eran sus películas.
¿Cuáles son, entonces, estas marcas de autor que arrastra desde su primer trabajo en cine ¿Quieres ser John Malkovich?(1999), pasando por Confesiones de una mente peligrosa (2002), El ladrón de orquídeas (2002) hasta Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004)? En primer lugar, su concepción sobre el tiempo y el espacio. En sus films los espacios son construcciones imposibles, laberintos que son reflejo de la mente. El espacio es tan sólo la manifestación física del cerebro humano. El tiempo discurre de manera imposible también, porque ambas vivencias, las de lo témporo-espacial, son exactamente eso, vivencias subjetivas.
Para pensar en su último trabajo, resulta más adecuado el título original del film, puesto que la sinécdoque es un “tropo que consiste en extender, restringir o alterar de algún modo la significación de las palabras, para designar un todo con el nombre de una de sus partes, o viceversa” (Diccionario de la Real Academia Española) Y esto es precisamente lo que sucede en Todas las vidas, mi vida: se toma la parte por el todo, y al final, el todo por la parte.
Dados estos dos elementos, la concepción del tiempo y el espacio y su trabajo con esta figura del lenguaje, podemos pensar el film como una obra barroca. Otros elementos se suman y es la ficción dentro de la ficción; la duplicación de personajes; la repetición como un mecanismo estructural de construcción del relato; la idea de la desmesura, de exceso que presiona los límites.
El director de teatro, Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) está creando una obra nueva, que va a hablar de su vida, de la manera más honesta y trascendental. Su esposa Adele (Catherine Keener), lo abandona y se instala junto a su mejor amiga María (Jennifer Jason Leigh) y su hija, en Alemania. Está por comenzar una relación con su asistente Hazel (Samantha Morton) pero finalmente se casa con su primera actriz, Claire (Michelle Williams). Una misteriosa enfermedad va afectando las funciones de su cuerpo (como si Kaufman nos estuviese remarcando la importancia de la mente por sobre la materia). Obra y vida comienzan a fundirse y confundirse, la obra se transforma en algo más grande que la vida misma, ocupando cada vez más espacios, contratando cada vez más actores que dupliquen su existencia real en esta obra de honestidad extrema. Los conflictos entre Sammy (Tom Noonan)-su doble teatral- y Tammy (Emily Watson) – la doble de Hazel- empieza a modificar su propia relación con Hazel.
El guión nunca puede finalizarse, los años pasan, el set de ensayo se transforma poco a poco en una ciudad, la ciudad de New York…
A su vez, el propio film es una sinécdoque de la obra de Kaufman. En este sentido, por momentos se transforma en un ser viviente que todo lo abarca, como si el guionista y director hubiese perdido control sobre su propia obra, que parece cada vez crecer más, introducir más personajes que se relacionan en modos intrincados. ¿Tal vez Kaufman nos está hablando de su propia vida a través de Caden Cotard, quien habla a través de Sammy…?
En muchas maneras este film nos hace acordar a All that jazz (1979), sólo que mientras que Bob Fosse miraba su vida desde el show business, del modo más cínico posible, Kaufman construye desde el prisma de la sacralidad del arte, desde la densidad de lo serio, no nos deja un momento de respiro.
Todas las vidas, mi vida es una obra de difícil digestión, de exacerbada autorreferencialidad, todo allí es superlativo hasta el punto de que incluso los amantes de Kaufman pueden sentirse agobiados.