Nostalgia y frustración.
Todos los cinéfilos de izquierda que pasamos ampliamente la frontera de los 30 años llevamos en nuestros corazones a Trainspotting (1996), aquella segunda y extraordinaria propuesta de Danny Boyle cuyo eslogan descriptivo/ comercial era “La Naranja Mecánica de los 90”, un latiguillo no del todo preciso porque a diferencia del opus de 1971 de Stanley Kubrick -el cual sí poseía un marco conceptual concreto vinculado a una sátira en torno a la falibilidad y ridiculez suprema de los sistemas educativo, judicial y carcelario- la película protagonizada por Ewan McGregor y Robert Carlyle en cambio estaba enrolada en esa rabia difusa y de shock tan característica del momento, como si se tratase más de un retrato de la marginalidad extrema urbana y la falta de perspectivas que de un manifiesto contra el régimen social occidental y sus subproductos en el campo de la adolescencia más olvidada.
La analogía con Kubrick no era gratuita ni se limitaba a la dimensión ideológica, sino que también abarcaba el ámbito formal ya que la pirotecnia del británico podía ser homologada a la del norteamericano. De hecho, los floreos visuales de Boyle -al igual que los de sus colegas David Fincher, Quentin Tarantino y Paul Thomas Anderson- se transformaron en las insignias del período: hablamos de aquella conjunción de la estética de los videoclips con el lenguaje publicitario, un esquema disruptivo de representación que a su vez había eclosionado en la década del 80. Desde el furor entre indie y mainstream que desencadenó Trainspotting, mucha agua pasó bajo el puente para el realizador, su guionista John Hodge y el elenco en general, no obstante siempre se barajó la posibilidad de adaptar la secuela de la novela original de Irvine Welsh de 1993, intitulada Porno y publicada en un lejano 2002.
Como comentó en innumerables ocasiones, el inglés sólo estaba interesado en algunos ítems de Porno y prefería llevar la historia hacia rumbos diferentes con respecto a los que planteaba el libro desde su título, y el resultado es una obra muy digna que si bien no llega a empardar los méritos del primer film, indudablemente la maduración del equipo creativo ha logrado que la ausencia de la anarquía y la chispa revulsiva de antaño sea compensada con una andanada de reflexiones muy acertadas e inteligentes sobre el transcurrir del tiempo, los fracasos en las metas individuales, los obstáculos en los que reincidimos y la idea de lealtad en amistades tambaleantes, siempre al borde del colapso. T2 Trainspotting (2017) toma a la nostalgia y a las frustraciones como los ejes de un relato más apaciguado, reconvirtiéndolas en los sustitutos de las drogas y la violencia de la Edimburgo de los 90.
La acción se sitúa 20 años después y gira alrededor de dos premisas: por un lado tenemos el proyecto de Simon “Sick Boy” Williamson (Jonny Lee Miller), al que luego se suman Mark “Rent Boy” Renton (Ewan McGregor) y Daniel “Spud” Murphy (Ewen Bremner), de construir un burdel arriba del pub de Williamson que sería administrado por su seudo novia Veronika Kovach (Anjela Nedyalkova); y por el otro lado está la fuga de prisión de Francis “Franco” Begbie (Robert Carlyle) y su necesidad de venganza contra Renton por aquel robo de £16,000. En todos los casos esa típica insatisfacción de la mediana edad se mezcla con un punto muerto en términos monetarios, los dilemas familiares de abandono, el éxtasis del reencuentro, el fantasma insistente de las adicciones y el arrepentimiento por decisiones tomadas en el pasado que afectaron a seres queridos de maneras jamás previstas del todo.
Por supuesto que Boyle continúa jugando con la imagen de forma hiperquinética, un estilo que lo acompañó a lo largo de las décadas, pero aquí se destacan en especial los inserts esporádicos de planos de la realización de 1996, no en función de una melancolía patética vinculada al refrito para rellenar metraje símil la vergonzosa El Amor en Fuga (L’Amour en Fuite, 1979) de François Truffaut, sino más cerca de las resonancias tragicómicas de las “cuentas pendientes” y de un afecto entre amigos que se estiman aunque nunca pueden dejar de traicionarse -a sí mismos y entre ellos- vía un cariño de índole caníbal y demencial. El encanto de ver en pantalla de nuevo a aquellos personajes de Trainspotting encuentra su contrapunto en una trama simple y poderosa que vuelve a aprovechar todo el histrionismo de actores prodigiosos que lloran, ríen y se desilusionan con la sociedad de nuestros días…