Tabú es una película fascinante a la que cuesta reseñar ya que es indescriptible (en el mejor de los sentidos). Asombra e hipnotiza por igual tanto por su contenido como por su forma. Despierta la fe dormida de volver a creer que un cine genuino es posible.
El director y crítico de cine portugués Miguel Gomes (La cara que mereces y Aquel querido mes de agosto) es el responsable de Tabú.
Tabú esta dividida en tres partes: un prólogo (tan triste y revelador como simpático) y dos segmentos; el primero, denominado Paraíso perdido, cuenta la intensa relación que se da entre un trío de mujeres solitarias de edad avanzada en la Lisboa contemporánea en vísperas de año nuevo. El segundo: Paraíso, narra la historia de un grupo de portugueses en la colonial Mozambique de los años 60. Segmentos donde prevalecen los opuestos: ciudad/sabana, el invierno/el calor de África, los días/los meses. Gomes se refirió así a la elección de esta estructura: “En Tabú elegí partir de la pérdida, de la vejez, de lo cotidiano. Se empieza por la resaca y después, cuando viene la segunda parte, se tiene por fin la embriaguez (lo novelesco, el exotismo). Por eso es que en esa segunda parte sus protagonistas parecen no saber qué sucede a su alrededor. Porque están muy ocupados jugando a interpretar, no sé, África Mía de una manera muy disfuncional. Cantan canciones de amor. Juegan a ser estrellas de cine protagonizando un drama prohibido, mientras no se dan cuenta de que a su alrededor el imperio colonial está a punto de romperse en mil pedazos.”
Uno de los logros del film está en lo que rodea al argumento principal: en el increíble sueño/pesadilla de Aurora, en las anécdotas de la vida de Mario, en la tensión de la colonia africana, en lo que se esconde en el (imaginario y oscuro) monte Tabú.
Tabú (que no podía tener un título más apropiado) de a poco, va tomando vuelo hasta llegar a una potencia irrefrenable que lleva a vivir uno de los melodramas más logrados de los últimos años. Pero en esta desgarradora historia también hay espacio para el humor.
Hasta aquí la referencia al contenido, pero si hay que hablar de la forma la sorpresa y satisfacción con las que el espectador se encuentra son inmensas. Gomes no se priva de jugar, de homenajear (a Murnau, a Mogambo, aunque de una manera muy especial, sólo captando su esencia), de romper reglas y rearmarlas a gusto. Entonces cabría decir que Tabú es una película libre. Filmada en blanco y negro (lo cual acentúa todo el pesar de los personajes), una especie de cine mudo reactualizado donde la rigidez y las reglas no tienen cabida. Donde hay hasta cierto tono espectral y sombrío. Gomes no teme que se noten las costuras de su película porque confía en que lo valioso no está en la perfección sino en la construcción de la historia y en la posibilidad de creer en ella a pesar de saber que es una ficción. Por eso tampoco hay lugar para los que no toleran su anacronía (por situar elementos allí donde no pertenecen) y sí para los que se dejan hechizar.