Celebración de una mirada infinita
El director, y también co-guionista, urdió un relato con un entramado de voces que permite un entrecruzamiento de diferentes tiempos para articular las visiones del cine experimental con la mejor tradición del cine clásico.
En conferencia de prensa, cuando la presentación del film en España, el cineasta portugués Miguel Gomes, nacido en 1972 en Lisboa, comentaba a la prensa a propósito del estreno de este, su tercer largometraje, Tabú, que en la base del guión del mismo están las historias que le había contado un familiar suyo, en torno a una vecina, ya avanzada en sus años, con marcas de demencia senil, quien estaba al cuidado de una criada africana. Y en los diálogos con los que habitaban ese mismo piso, les comentaba, con énfasis acusador, que ella en varios momentos del día era encerrada en su habitación y sometida a prácticas de hechicería.
Como en tantos otros cineastas que hoy ya pertenecen a la mediana edad y que bucean en el origen familiar y social de sus propias culturas, particularmente ajenos a las modas y tendencias, Miguel Gomes miró hacia los relatos orales, una vez más, y con esa materia prima articuló en carácter de coguionista un relato que participa de un entramado de voces que permite un entrecruzamiento de diferentes tiempos, que articula las visiones del cine experimental con la tradición del cine clásico, que desdibuja fronteras en el mismo escenario de esa zona tan ambigua llamada realidad y que ostenta con mayúscula el triunfo del Melodrama. Tabú --que remite al último film de uno de los grandes maestros del cine, F.W. Murnau, en ese año fronterizo del pasaje del cine silente al sonoro--, es una celebración del oficio del cine en su capacidad infinita de expresar la visión expedecionaria de la misma mirada.
Desde un prólogo que marca el inicio de un itinerario y que funda el territorio de la melancolía, desde el mismo prólogo ambientado en esa misma Africa adonde llegaremos tiempo después, conducidos por una voz narrante que atraviesa y orienta el tercer momento del film, Tabú se va insinuando como esa misma mirada pregnada de tristeza que asoma de entre las aguas de un lago y que permite reconocer a la figura de un cocodrilo, imagen del afiche, todo un motivo en el film.
Desde este prólogo que abre el relato, el film se va a ir construyendo en un intercambio de discursos entre quien narra y quien escucha. Y por sobre todo, en este último tramo, puede verse cómo se escenifica el mismo acto de contar: se va revelando, de manera idealizada, en quien escucha lo que le otro le va narrando. Me viene a la memoria, ahora, mientras estoy escribiendo esta nota, aquella situación que se establece a bordo de un barco de pasajeros entre el personaje que compone Marcello Mastroianni (de él sabremos más adelante qué rol oficia allí) y un hombre entrado en años, recientemente casado con una joven mujer llamada Ana, en el film de Nikita Michalkov, Ojos negros, sobre la base de varios cuentos de Anton Chejov.
De igual manera, podríamos pensar este mismo prólogo como el mismo film que una de las protagonistas está viendo en una casi desierta sala de cine, junto a su amigo, un pintor. Y ese prólogo ya está marcando ese clima, esa atmósfera, de una fantasmática y trágica historia de amor; episodio que llevará a abrir el nexo con la figura de un viejo cocinero negro que lee en las entrañas de las aves las respuestas del Destino. Será sólo un plano, un único plano el que lleve al realizador a marcar una despótica relación de clase y a fijar el terror ante la soledad y el miedo al olvido. Y es en este espacio de las diferencias culturales e históricas donde comenzarán a visualizarse, lo que se acentuará en otros pasajes del film, las cuestiones que se plantean entre el ayer y el hoy desde la cuestión de las políticas colonialistas.
Desde lo señalado, desde el particular encuentro de estéticas, Tabú sondea acerca de la materia musical en el cine, en relación a las etnias y al mismo tiempo a las tendencias de la época. Una paleta de expresiones, en ese orden, y en el registro de un audaz blanco y negro, nos devuelve a los códigos que identifican un cierto canon de los llamados clásicos, en un relato que como señala el autor "no se transforma en un espacio de citas de otros, como lo hace el cine postmoderno; sino que apunta a plasmar huellas, impresiones de films".
No sólo son los territorios perdidos de una sociedad, sus paraísos perdidos, como señalan las notas de prensa, sino, por sobre todo, la fugaz juventud y esos años de tantos sueños, los que se narran en esta hipnótica historia desde un insomne blanco y negro, que nos mantiene capturados desde una voz que nos mantiene en vilo; desde una mirada, que es la mirada misma de la capacidad ilimitada, infinita, mágica, de proyectar historias sobre una pantalla. Y que en lo que se refiere a Tabú como nos propone su director, tal vez este mismo itinerario, este desandar caminos, nos pueda llevar a "reencontrar la mirada inocente de un primer espectador".