Impermanencia
Según Fernando Pessoa, la diferencia entre el genio y el ingenio está dada por la desadaptación al medio en el primer caso y la completa adaptación en el segundo, lo que redunda en una aceptación tardía para lo primero y un éxito instantáneo pero efímero para lo segundo. Esto le venía muy bien a Pessoa para explicar su propia vida de éxitos esquivos y desasosiegos, pero no por eso deja de ser certero.
En el mismo año en que la ingeniosa, amable, disfrutable El artista arrasaba con todos los premios posibles apareció Tabú, del desadaptado Miguel Gomes. Las dos películas juegan su juego en esa especie de limbo entre el cine mudo y el sonoro, en el que siempre resplandecerán, como se señalara en la nota anterior, Luces de ciudad, de Chaplin y (otra vez) Tabú, de Murnau, ambas de 1931. Pero mientras El artista elije la referencia directa y el homenaje, apelando a la nostalgia de una manera tan agradable como pasiva, la película de Gomes mira a la vez hacia atrás y hacia adelante y, en cierta forma, reinventa el cine a cada paso que da en su impredecible camino que va del presente a un pasado mudo que se vuelve un paraíso perdido contaminado por ese presente.
Los personajes del pasado son capaces de emitir sonidos pero incapaces de hablar. Lo que dicen queda mediatizado, lo que genera un extraño distanciamiento en la segunda parte de la película. Cine voluntariamente mudo, el recuerdo retiene imágenes y sonidos, pero las palabras se han perdido. En la primera parte, la "normal", los personajes pueden hablar, y viven en el presente, pero no generan más que una tibia empatía.
Libertad artística absoluta para Gomes, que demuestra verdadero amor por el cine y explica un poco cuales son sus inquietudes en la entrevista que acompaña a esta nota. Sus películas siempre son promesas incumplidas, porque van mutando en su desarrollo. Ya había pasado eso con Aquel querido mes de agosto, que era un documental que se transformaba en ficción (como la Tabú de 1931).