Hay en Tabú un claro objetivo que comanda el derrotero de una historia dentro de otra sobre ese amor condenado del pasado, que es también como están condenados hoy los que cuentan y escuchan esas historias; en el film de Miguel Gomes (1972, Lisboa, Portugal) prevalece lo que brillaba con luz propia en Aquel querido mes de agosto (que había resultado mejor película del BAFICI 2009), luminoso relato que se servía del documental y la ficción en un pase eficaz que lo volvía innovador en esta práctica discursiva: la saudade lusitana, que es también la del propio Portugal como cultura, y que aquí fluye dándole el sentido que moviliza el recuerdo y hasta las propias acciones de los personajes, presos de algo que se intuye imposible de un final ideal.
Tristeza y melancolía entonces, que son las formas posibles de la saudade, por una época perdida en África donde un amor clandestino se enciende inagotable; y también en el modo en como tiene lugar la relación entre Pilar y Aurora y su doméstica, que en la Lisboa actual van sumergiéndose en ese relato que envuelve el presente con intempestivo fuego vivo; que ocurre como una práctica de ritual con una conversación que acaece porque sí, incluyendo al narrador contemporáneo y osado seductor que fue en esa colonia portuguesa en África, situación que Gómes, en un gesto político a lo Antonioni, no deja de poner en evidencia –el Portugal colonial que en los sesenta insistía en sostener los territorios de ultramar avasallados– con esos personajes de clase acomodada dispuestos a gastar sus días en ese sitio remoto pero apasionante, misterioso, que comienza a evocarse a través de una emanación vaporosa que resplandece en el blanco y negro del film y en la prescindencia de diálogo; el pasado anuncia la tempestad amorosa en hermosas imágenes mudas conformadas con encuadres osados y modernos, captadas con frescura y una levedad maravillosa como había en cierto cine mudo, pero al que Gomes le otorga fisonomía propia; se parece estar viendo un film del periodo mudo pero articulado desde alguien afianzado en su oficio que se vale de artificios que vendrían con el cine sonoro.
La voz en off que atraviesa esta parte del relato fija como una filigrana esa evocación: es una voz inclinada al repaso de ese tiempo apoyada en el reflejo de sus sombras, en un juego de intervención sobre el pasado extinguido que proyecta esas sombras sobre el presente, tal como hace el mejor cine mudo sobre el contemporáneo. Es inevitable hablar de Friedrich Wilhelm Murnau si se piensa en el film del mismo nombre con el que el director alemán se alejaba del expresionismo y se volcaba a transmitir su amor innato por el paisaje, incapaz de reconciliarse con el empleo de sucedáneos que ofrecían los estudios y harto de las bajezas mercantilistas de Hollywood que cortaban sus aspiraciones artísticas. Algo del Tabú de Murnau subyace en el de Gomes; cierta exuberancia, un país extraño, el amor prohibido que se proyecta como una amenaza tangible, ese acelerado trayecto del final; pero en Gomes esa arquitectura tiene a la nostalgia de ese tiempo ido como fuerza creadora del presente en un montaje lleno de sensibilidad, que invade la pantalla con frescura nueva. El destino de esa Aurora que hoy está acercándose al fin de su memoria la forjó perturbadora y desafiante en su juventud; pero ahora ni siquiera puede contar la propia historia; lo hará su amante desdichado que queda fijo en la elaboración del pasado tras el que acechan recuerdos dolorosos, todo aquello que fue sin pensamientos.
Film intenso y cautivante, deudor de las líneas estéticas planteadas en Aquel querido mes de agosto pero más refinado y con una expansión más dinámica y menos dudosa, Tabú confirma a Gomes como un autor que encuentra en el misterio y el ensueño la inspiración para su credo artístico.