Tabú

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Oda al relato cinematográfico

El nombre de Miguel Gomes llegó a la cinefilia local gracias al Bafici con una bellísima película Aquel querido mes de agosto (2008). A partir de ese grato descubrimiento surgió la necesidad de investigar sus orígenes y el dato relevante sin lugar a dudas estaba circunscripto por su carácter de crítico cinematográfico antes que director de cine.

La referencia no es antojadiza y tratándose de Tabú, su último opus estrenado ahora comercialmente en salas porteñas, mucho menos aún porque sobrevuela el fantasma de aquel film del año 30, de tono antropológico en sociedad entre F. W. Murnau y Robert J. Flaherty, dominante en la primera parte -o capítulo- bajo el título Paraísos perdidos, cuyo extraño formato de 4:3 genera en el espectador sensaciones diversas, así como el poder hipnótico de las imágenes en blanco y negro complementadas con un texto de una riqueza literaria admirable.

Allí, la voz en off, en contraste con un registro más afín con el cine mudo que con el sonoro, recupera la fuerza del mito o la leyenda para narrar en breves fragmentos una historia de amor protagonizada por un cazador y el espectro de una mujer que lo convoca a los confines del mundo y lo condena a la eterna melancolía, simbolizada en la figura de un cocodrilo que lo enguye.

Y es la melancolía, por ende el recuerdo y la memoria, precisamente el nexo con la segunda parte de este sugestivo relato la que abre el abanico a diferentes capas narrativas que irán aflorando a la superficie y a un ritmo sostenido para desplegar otra historia de amor donde la principal protagonista es Aurora (Laura Soveral en su faz de anciana y Ana Moreira en su etapa juvenil), primero en un mustio presente que recorre los últimos días de su vejez y luego en retrospectiva hacia su juventud en una colonia portuguesa de Mozambique, tironeada por el amor irrefrenable de un amante aventurero, Gian Lucca Ventura (Carloto Cotta cuando joven y Hernique Espiríto Santo de anciano), y un marido que no merece semejante traición (Ivo Muller).

Es a través de la mirada de Gian Lucca y de su evocación de Aurora y de ese pasado idílico, a la vez que trágico, donde se desarrolla por un lado la tragedia romántica devenida del triángulo amoroso con la particularidad formal de que imagen y sonido no presentan correspondencia, es decir entre lo que se escucha y lo que se ve no hay una relación dramática pero sí cinematográfica.

En ese sentido el término de “tabú” podría relacionarse entre otras cosas con aquello que está vedado o lo que se oculta y se vincula estrechamente con lo secreto; que se resignifica en el film de Gomes al apelar como recurso narrativo a la ausencia del sonido directo para reemplazarlo con un discurso más interno o más precisamente una voz en off que cumple la función de lo que significaba el intertítulo para una película muda, que narra en tercera persona a los personajes e intercambia narradores en relación con la primera parte en la que Aurora se construye desde el punto de vista de su vecina Pilar (Teresa Madruga) y su mucama Santa (Judite Evaristo), a quien ella acusa de estar influenciada por las fuerzas oscuras y paganas al sentirse indefensa y abandonada por una hija –siempre fuera de campo- que jamás aparece y presa de un castigo por sus pecados del pasado.

Tabú condensa metatextualmente lo cinematográfico con lo literario, aspecto formal que para un lenguaje esencialmente visual (de ahí la conexión intertextual con el cine mudo ya mencionada) la introducción de un texto en off generaría más ruido que armonía pero que en este desafío modifica satisfactoriamente la percepción y en un segundo plano el prejuicio que predica que la literatura y el cine no pueden enamorarse sin traicionarse, por lo que se considera a esa unión antinatural también como un tabú.

Con Tabú Miguel Gomes supera a su Aquel querido mes de agosto en cuanto a propuesta cinematográfica per se y reescribe de cierta forma y sin pretensiones ni arrogancia alguna un más que interesante capítulo del cine moderno que se nutre de dos orígenes: el primitivismo de la imagen y el poder de la imaginación para acompañarla en esta oda al relato cinematográfico.