“Hemos decidido ir a la Luna. Elegimos ir a la Luna en esta década y hacer lo demás, no porque sean metas fáciles, sino porque son difíciles; porque ese desafío servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y habilidades, porque ese desafío es un desafío que estamos dispuestos a aceptar, uno que no queremos posponer, y uno que intentaremos ganar, al igual que los otros”. Así se pronunciaba el presidente John F. Kennedy el 12 de septiembre de 1962 en la Universidad de Rice, dándole más impulso a la carrera espacial norteamericana que empezó a acelerarse después de que la Unión Soviética lograra lanzar con éxito el Sputnik 1 –primer satélite artificial de la historia- el 4 de octubre de 1957.
Lo que para algunos había empezado como simple paranoia en plena Guerra Fría o como parte de una agenda política, para otros, alcanzar las estrellas era una meta (y un sueño) muy diferente. Hay infinidad de películas (“The Right Stuff”) y miniseries (“From the Earth to the Moon”) que retratan el tema desde un montón de ángulos diferentes, pero en ninguna de ellas se habla de las “computadoras”.
No, no nos referimos a los aparatos que hoy se encuentran en cada una de nuestras casas, sino a un grupo excepcional de mujeres que colaboró (casi desde las sombras) para que el hombre pudiera poner sus piecitos en la Luna. Antes de que Neil Armstrong clavara la bandera yanqui en el satélite natural, otros hombres se sometieron a las pruebas más rigurosas para, siquiera, abandonar la atmósfera terrestre. Pero detrás de esos corajudos, había cientos de ingenieros, técnicos y matemáticos que ayudaron desde la base de la NASA en Virginia.
Entre ellos se encuentran las “computadoras”, mujeres afroamericanas que realizan todo tipo de cálculos complicadísimos con la ayuda de sus neuronas y una simple calculadora mecánica. Acá no hablamos de sumar uno más uno, sino de problemas que sólo resuelven los genios, en una época anterior a que quedaran en manos de una IBM que ocupa una habitación entera.
Claro que también estamos en épocas de segregación racial, de prohibiciones y esas mierdas que tuvieron que soportar los afroamericanos hasta mediados de la década del sesenta. Es 1961 y la matemática Katherine Goble (Taraji P. Henson), la aspirante a ingeniero Mary Jackson (Janelle Monáe) y la supervisora Dorothy Vaughan (Octavia Spencer) son tres de estas mujeres que trabajan en un sótano aislado del área de computadoras en Hampton, Virginia. Es hora de poner un hombre en órbita y los “señores” a cargo necesitan una ayudita extra.
Claro que el color de su piel no es el único impedimento que deben afrontar. No olvidemos que son mujeres, súper inteligentes, dedicadas a sus carreras y no tanto al hogar, pero a pesar de ello sus cheques y oportunidades son inferiores, incluso a las de una secretaria que sólo sirve café. En un ambiente cargado de prejuicios, estas tres brillantes mujeres se abrieron camino. Existieron, y fueron reconocidas tardíamente, “Talentos Ocultos” (20126), seguramente “adorna” algunos de estos hechos, aunque todos sabemos que la realidad que les tocó vivir a los ciudadanos norteamericanos en aquellos tiempos, supera cualquier ficción.
Henson, Spencer y Monáe se lucen con cada pequeña frase que los guionistas Theodore Melfi y Allison Schroeder –basados en “Hidden Figures” de Margot Lee Shetterly- ponen en sus bocas. Piensen que cualquier frase mal entendida podía mandar a estas señoras a la cárcel, pero cuando la gota rebalsa el vaso, no les queda otra que salir a pelear un poquito por lo que les corresponde.
“Talentos Ocultos” es una gran anécdota histórica que, de paso, refleja varias realidades que podemos traer a nuestros días. La reconstrucción de época es impecable, como cada una de las actuaciones, incluyendo a Kevin Costner, Kirsten Dunst y Mahershala Ali (sí, este tipo está en todos lados).
El director Theodore Melfi, responsable de “St. Vincent” (2014), no se esfuerza demasiado en materia técnica, aunque se apoya en su mejor elemento: el trío protagonista. “Talentos Ocultos” es básicamente una película de actores que van llevando adelante la narración, pero no aporta mucho desde la estética. En este caso, es lo que menos importa. Hacía falta conocer (y reconocer) este cachito de historia y a las mujeres extraordinarias que fueron parte de ella.