Esta es la historia –real– de un grupo de científicas negras que colaboraron con la llegada del hombre a la Luna. Es decir, una película que habla de sexismo y de feminismo, o al menos los pone delante de los ojos. Pero sería poco interesante si sólo fuera eso: lo que hace de este film algo que vale la pena ver es, justamente, ese momento en el que el espectador deja de pensar en “mujeres” y “negras” para pensar en “cómo se hace para poner a un tipo en la Luna”. Y eso, dado que el elenco está conformado por algunos de los actores no sólo mejores sino también más simpáticos (es decir, de esos con los que disfrutamos de pasar un rato) de Hollywood, sucede casi todo el tiempo. La lección es sencilla: para que una película valga la pena tiene que ser mucho más que la declamación respecto de un problema. Tiene que ser un buen cuento que valga la pena no sólo escuchar, sino sobre todo ver. La película, sin ser perfecta y sin poder eludir del todo su evidente voluntad de propaganda, apela a buenas soluciones de puesta en escena y a eso que se llama “presencia cinematográfica”: ver personas a las que les creemos sin duda que son parte del cine y de la vida al mismo tiempo.