KEVIN COSTNER Y DIEZ MÁS
Está muy mal discriminar a una persona por su color de piel o por su género, porque aunque no lo creamos, son (casi) seres humanos como nosotros, los varones de tez clara; incluso pueden ser inteligentes y tener talentos como lo demuestra Talentos ocultos, la película de Theodore Melfi que está nominada al Oscar.
Si nos permitimos la ironía es porque una película como Talentos ocultos la habilita, desde su pasiva manera de mostrar un tipo de revolución institucionalizada -y dentro de las instituciones- (la de un grupo de mujeres afroamericanas que terminaron ocupando un lugar en la testosterónica NASA y fueron clave en la pelea por el espacio exterior con los rusos), hasta su pulcra narración que carece de cualquier tipo de hallazgo formal. En el film de Melfi no hay un solo plano, un solo momento que luzca aceptablemente cinematográfico: sí hay una ambientación sumamente profesional, pero la imagen, el movimiento y lo simbólico son totalmente secundarios a lo que importa en definitiva, que es otra historia de auto-superación personal y de victoria de las minorías contada con claridad y espíritu aleccionador. Si pensamos la historia maravillosa que el director tenía entre manos (hay aquí múltiples cuestiones sociales, políticas, incluso tecnológicas en danza), realmente los resultados son bastante pobres. Y más aún, si tenemos que ver a la película desde el incómodo lugar en que la ponen las instituciones que otorgan premios: ¿es Talentos ocultos una de las nueve mejores películas del cine norteamericano de 2016? Ni de milagro.
Melfi tiene a favor el paso del tiempo. Un film como Talentos ocultos dice cosas que, más allá de los Trump del mundo, respira el mismo aire que respira el cuerpo social: salvo ánimos recalcitrantes, nadie puede estar en contra de lo que la película tiene para decir. Es cierto que por momentos descubre unas experiencias (las de las tres protagonistas) que nos resultan increíbles (lo del baño en la oficina es sencillamente inconcebible), pero el problema de la película pasa decididamente por su pulcritud exagerada como para satisfacer a todos los públicos. En ese sentido, Talentos ocultos inconscientemente corporiza el conflicto de una de sus protagonistas: aquel que se da entre la mujer que decide luchar pasivamente y su marido, que cree en la militancia y la actitud combativa en pleno auge de las luchas de la comunidad afroamericana. Y es a partir de su superficie lustrosa e inofensiva, que la película toma partido por uno de los puntos de vista.
Pero a pesar de todo lo negativo que podemos decir, hay un par de cuestiones que impiden que la película caiga en la ignominia y que, incluso, hasta resulte aceptable. En primera instancia si bien es cierto que la motorizan las buenas intenciones, la película se permite ser ligera, incluso humorística en varios pasajes. Esa liviandad impide la solemnidad, y con su ausencia la bajada de línea bienpensante es mucho menos molesta. Y lo otro que está muy bien en el film es Kevin Costner: su personaje, presentado como un ogro, adquiere toda la sobria humanidad de la que es capaz el actor. Su Al Harrison es un tipo con una inteligencia suprema, alguien además que de tan pragmático permite que a su alrededor se puedan ir gestando los pequeños cambios que motivan las grandes revoluciones. Y allí donde el resto de las actuaciones marca deliberadamente una actitud (Jim Parsons, por ejemplo, con una villanía sin matices), Costner da nuevamente cátedra de cómo la economía de recursos es fundamental para construir personajes con dimensiones. Cada vez que Costner aparece en pantalla, Talentos ocultos crece. Él es el verdadero talento oculto de la película.