Cállate, cállate que me desesperas
Todos gritan en la última película de Stephen Daldry (Billy Elliot, Las horas y El lector) y sobre todo su insufrible niño protagonista, Oskar Schell (Thomas Horn), quien no escatima tiempo en torturar por más de dos horas al espectador con lamentos constantes, teorías ingeniosas, deducciones y explicaciones de todo tipo, además de relatos acelerados, producto de los recurrentes ataques de histeria narrativa. Ya se sabe que al mainstream hollywoodense de turno le encantan “los síndromes de tal o de cual” como excusa para despertar las emociones fáciles, sin embargo aquí ni eso se logra porque el carácter insoportable del pequeño héroe, con pandereta incluida, genera más rechazo que empatía.
Una voz en off (que será dominante en el relato) nos introduce en la historia, de guión básico: un chico pierde a su padre (Tom Hanks) en las Torres Gemelas e intenta recuperarlo con diversos objetos y una investigación a partir de una llave que encuentra y que supuestamente conduce a alguna cerradura salvadora. Como se puede ver, están todos los elementos dignos de esta clase de productos: patología x + intriga+ muerte de ser querido. No obstante, el signo más molesto se advierte en la abundancia verbal explicativa sobre lo que estamos viendo, lo que evidencia, una vez más, el desprecio hacia las imágenes como herramientas del cine, y la modelización de un espectador al que hay que someterlo por más de dos horas al universo seguro de la interpretación unívoca. De este modo, Oskar nos dirá todo lo que hace mientras observamos sus acciones.
Un ejemplo burdo de obviedad se da en la siguiente escena. El pequeño genio viaja en subte con el abuelo (Max von Sydow), quien ha perdido la facultad del habla (en el único gesto amigable del director), al cual le cuenta cómo jugaban con su padre a los oxímorons (figura retórica que consiste en usar dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión); luego de ofrecernos varios ejemplos (para que nos quede bien claro) a base de flashbacks fugaces, la omnipotente voz en off vuelve y nos da el broche de oro explicativo para referirse al abuelo y enseñarnos (no vaya a ser que estemos desatentos) que ahora es el único ser con el cual el niño puede tener un lazo afectivo: “el mudo que habla”.
La frecuente verborragia es reforzada con abuso de cámara lenta y encuadres perfectos del héroe sufriente, que remiten a una estética clipera, con música ambiente continua para acentuar el pulso emocional. El recurso del sufrimiento encuadrado no es suficiente para Daldry e introduce, en su desconfianza para construir solamente atmósferas, una intriga absurda en medio de una estructura que se pretende fragmentada y confusa cuando en realidad no deja nada al azar. Para colmo, hacia el final, podremos encontrar una pacata escenificación simbólica de red social y, por supuesto, los mecanismos afectivos reparadores infaltables.
En definitiva, este film, candidato a la estatuilla, es esa clase de películas que posan y coquetean con ser diferentes pero que se mueren en una serie de convencionalismos.