Frente a una tragedia que le cambia la vida a un país, y por qué no al mundo, el cine, el teatro, la literatura, las demás arte y la cultura en general, va manifestando la inspiración y el sentir de sus creadores. Frente al dolor de lo real no hay nada que discutir. Está ahí, presente, candente, a flor de piel, y con la contundencia de la alucinante soledad ante la falta de quienes ahora tienen el insuficiente mote de víctimas. El cine ha encarado las grandes catástrofes y los mayores acontecimientos dramáticos de la humanidad. En el caso de las Torres Gemelas, a once años de ocurrido el atentado, está siendo abordado de a poco.
Sin entrar en polémicas, queda claro que cada víctima ofrece una historia para contar. Hasta ahora hay sólo dos producciones destacadas que aludieron al tema: “Las torres gemelas” (2006) y “Tan fuerte, tan cerca” que nos ocupa hoy.
Va a ser muy difícil ver este tema tratado cinematográficamente sin que sus realizadores caigan en el melodrama, olvidando prácticamente la incomparable posibilidad expresiva que ofrece el arte cuando se va a fondo con una propuesta, o sea cuando se toman riesgos.
El 11-9 es el marco histórico donde se centra el guión sobre la historia de Oskar Schell (Thomas Horn), un chico que perdió a su padre (Tom Hanks) aquel día, y que un año después está buscando las razones lógicas del suceso. En este aspecto se fundamenta la construcción de éste personaje en particular, donde reside la mayor virtud de la obra, el resto de las elecciones parecen desacertadas, empezando por la ausencia de subtramas que apoyen la narración, o al menos disfracen la clara intención de lágrima fácil.
El chico decide ir tras la pista de una llave que encuentra circunstancialmente, que él entiende le dejó su padre para descubrir vaya uno a saber qué cosa, siguiendo un juego cómplice que jugaba con su padre cuando éste perece en el atentado, Es como una suerte de McGuffin mal utilizado por Stephen Daldry (“Las horas”, 2002, “Billy Elliot”, 2000), quien elige en este caso quedarse en la superficie de un relato que bien podría animarse a ir a fondo con su propuesta. En el contexto de la ausencia del padre, Oskar se muestra como un chico de conclusiones tan inocentes como brillantes, extremadamente sensible y necesitado de afecto. Quien sufre todo este proceso es la madre (Sandra Bullock), otro personaje poco desarrollado, pues se queda entre la presencia física y la virtual, según las dudas del realizador.
La novela de Jonathan Safran Foer a través del guión de Eric Roth desvían la atención hacia la relación que Oskar entabla con alguien a quien llamaremos Viejo inquilino (Max von Sydow), un hombre adusto y solitario que decidió no hablar nunca más. Para comunicarse con sus semejantes recurre a escribir textos en una libretita, a lo que suma mostrar la palma de su mano izquierda con la palabra “sí”, y haciendo lo propio mediante la palma de su mano derecha cuando la respuesta le merece un “no”. Otra muestra de capacidad dudosa para resolverlo, pero es probable que tampoco haya habido muchas opciones dado el contexto. Eso sí, la actuación de Max von Sydow es notable.
Oskar y El viejo ofician de escapismo en la historia, y la decisión de darle un tinte a lo Dickens parece otro recurso utilizado por el realizador para no hacerse cargo de su propia idea. Imagine al Hugo de Scorsese, pero serio y autodestructivo.
Los rubros técnicos están al servicio del melodrama, por lo cual se puede decir que funcionan como tal.
Los espectadores podrán contar con que las lágrimas queden sobre la superficie de los pañuelos. El cine será para otro momento.