Una road-movie pedestre y frenética por suburbios.
Si el método narrativo de Sean Baker (Starlet) en Tangerine ya probó su eficacia en no pocos títulos y es deudora del primer (Jim) Jarmusch, no por ello se resiente su práctica al moldear los parámetros más emblemáticos de ese estilo, es decir barrios suburbanos, conflictos melodramáticos, las calles como escenarios desprovistos pero a la vez inmejorables para todas las acciones imaginables, personajes marginales decididos a que sus vidas rueden de la mejor (siempre peor) manera posible, tiempos, tono, ritmo contagiosos que imantan para seguir las peripecias de los protagonistas sin preguntarse por lo pueril de sus objetivos, o por la inutilidad de sus efectos. El film de Baker agrega algo más a esta factura: fue rodado con un teléfono celular de última generación (de los que llaman inteligentes) que le permitió –se palpa en los giros de ciertos encuadres– una dinámica narrativa propicia para este tipo de relatos y, no menos atractivo, un tipo de pixel levemente restallante que recuerda a algunos títulos de Paul Morrisey. Lo cual da un resultado sustancial para la factura de la producción cinematográfica y es, sobre todo, la prueba de que un exiguo presupuesto –el que se necesita para filmar con un celular– no limita el armado de un buen relato; por el contrario, continúa poniendo en evidencia que los monstruosos presupuestos que aplica la industria dan como resultado productos idénticos y rápidamente olvidables.
Premiada en el Festival de Sundance y en competencia oficial en el último Festival de Mar del Plata, Tangerine monta su historia en las calles periféricas de Hollywood, en Los Ángeles, a considerable distancia del glamour con que la Meca del cine inviste sus peculiaridades, y si bien aparecen la avenida Sunset Boulevard o la mítica calle 101, sólo se trata de referencias casuales porque el conflicto que atañe a sus personajes ocurre más allá, en los aledaños donde el típico submundo bulle con sus letanías, sus contramarchas, sus desdichas y pequeñas satisfacciones.
Las (anti) heroínas de Tangerine son dos muchachas trans cuya amistad es el símbolo de una solidaridad que las marcará más allá de las vicisitudes que vivirán a tiempo completo. Personajes de una construcción rica y simple a la vez, ambas corporizan ese motor que hace andar a Tangerine hasta la última escena. Entre ellas, es Sin-Dee quien conducirá la acción luego de que su amiga Alexandra le cuente que su cafishio, a quien ella ama denodadamente, la engañó durante el mes que estuvo ausente –estuvo en prisión justamente por salvarlo a él, haciéndose cargo de una bolsa con droga– con una prostituta de su redil, para colmo una mujer (una fish, pescado, como la llaman las trans). Rella es el apellido de fantasía de Sin-Dee y es parte de una serie de tópicos –como que la historia transcurre en un día de Navidad, como la canción sosegada que canta Alexandra, como la indumentaria de mini shorts y pelucas de las chicas– con que el film se recuesta en una suerte de relato de princesas caídas en desgracia.
A partir de ese detonante, entonces, el desarrollo es vertiginoso, la engañada buscará a su fiolo, un tal Chester, por esas calles llenas de meandros y enfrentando a todos aquellos que tienen algún dato para darle pero que no lo hacen oliendo un escándalo en puerta. Como en un premeditado equilibrio, Alexandra tratará de calmar las aguas sin lograrlo. El peregrinaje, claro, se volverá más frenético hasta que Sin-Dee dé con la puta y la saque literalmente de los pelos de un quilombo (una habitación de un motel con varios habitáculos) y siga buscando a Chester con su presa en las manos mientras se vale de un slang (argot) de alto voltaje cada vez que se cruza con una fauna humana variopinta. La cámara de Baker sigue en una fina sintonía ese andar en estado alterado de Sin-Dee y se detiene en sugestivas angulaciones dando cuenta de la zozobra y de algunas dubitaciones, desde ya insuficientes para aplacar su furia.
Paralelamente, Tangerine describe las andanzas de un taxista de origen armenio, casado, con hija y con suegra, con preferencia por las relaciones ocultas con muchachas trans –con una original vuelta de tuerca en el modo con que se relaciona con ellas–, que de a poco irá convergiendo con la de las protagonistas principales. El melodrama alcanzará su máximo esplendor cuando, en un típico negocio de venta de donas, la muchacha traicionada encuentre a su novio y le ponga adelante la mujer con quien la engaña y se entere todavía de algo que empañará aún más su corazón herido; ahí mismo, para hacer volar por los aires las diferentes visiones y existencias, el armenio será interpelado en su condición de hombre de familia.
A años luz de cualquier rasgo moral, es inocultable que Tangerine transita un realismo sucio en modalidad road-movie pedestre, y pone a funcionar una mirada hacia una dimensión que siempre parece estar a contrapelo de aquella enquistada en un modelo falso y adormecido por los usos y hábitos que el sistema impone para no escupir a sus ocupantes. No hay profundidad en sus rasgos, en la diferenciación de los estadios ni en la conciencia de los personajes –ni aun en la de los armenios como pueblo trasplantado–, pero ni falta que hace, porque ese submundo vive y transpira a su manera, conforme a sus dramas y miserias, con la misma intensidad que promueve tener convicciones y un firme sentido de pertenencia.