Rosas rojas para el cine iraní
El parabrisas y las ventanillas de un taxi urbano se convierten en el marco de un cambiante escenario: la vibrante capital de Irán, Teherán, donde se ven las montañas al fondo de algunas calles que bajan y suben, atestadas de tránsito. Si no fuera por las inscripciones de los carteles, la vestimenta de algunas mujeres de riguroso negro, cabeza cubierta y paso presuroso, casi no advertimos donde estamos, porque el ajetreo diurno se parece a cualquier megalópolis del mundo.
Entre la realidad y la ficción, entramos de esta forma al falso documental de uno de los cineastas más conocidos dentro y fuera de las fronteras de su país. Pasajeros muy diversos acceden a ese taxi y la charla circunstancial que caracteriza estos breves viajes ciudadanos va reflejando distintas opiniones y testeando el pulso de una cultura con el peso milenario de su historia y tradiciones.
El conductor —que a veces escucha atentamente y a veces participa en mayor o menor medida- no es otro que el director del film, Jafar Panahi, referente ineludible del cine iraní en permanente lucha con la censura de su país, la que aplica parámetros muy rígidos y limitantes a los artistas, entre los que se encuentra el cineasta, actualmente bajo “arresto domiciliario”, una figura legal que hasta el momento no le impide filmar, aunque sea sin apoyo oficial y con subterfugios para eludir las trabas propias de un régimen sin libertad.
Mosaico cultural
Los diferentes pasajeros del taxi (en Irán se comparten) son los protagonistas del film. Sus conversaciones circunstanciales siempre muestran un emergente de la temperatura social.
Desfilan sucesivamente: un ladrón selectivo y una profesora, quienes sostienen un debate imperdible sobre la pena de muerte; luego un vendedor de películas prohibidas (emergente de la censura cultural que hace posible el conocimiento de obras como la de Woody Allen a los condicionados estudiantes de cine locales). En su momento, también ingresará un accidentado y su mujer analfabeta. Panahi los conduce a un hospital mientras el hombre testará a favor de su esposa apelando a la filmación del cineasta.
Después subirán unas mujeres vestidas a la usanza tradicional que llevan unos peces en un frasco para arrojar en un río lejano. Éste es uno de los episodios más simbólicos y risueños, donde reaparece el tema del encierro y la asfixia que —a pesar de todo- se supera. De pronto, el director-taxista debe desocupar su vehículo para retirar del colegio a su pequeña sobrina, momento lleno de frescura, donde también se habla de cine y de las restricciones para hacerlo.
Todo lo que sucede en el auto o alrededor de él tiene por lo general un carácter liviano, casi cómico, aún dentro de la gravedad de algunas situaciones que se dan entre distintas generaciones y clases sociales.
Los recursos de la supervivencia
Taxi-Teherán dibuja una panorámica del presente iraní y una fauna picaresca que se las arregla para sobrevivir a las rígidas reglas de un Estado autoritario. Lo increíble es que a pesar de la presión y prohibiciones, Panahi no ha perdido el humor, lo que le da un toque especial a su relato. Hay también una fuerte crítica política pero siempre de manera indirecta y original, como con los peces, encerrados entre cristales como el taxista. El contrapunto entre la niña sobrina estudiante y un pequeño analfabeto mendigo, que recoge desperdicios, también es revelador: insensible ante las recriminaciones que le hace la sobrina desde el taxi de su tío, cuando ésta ve cómo el niño cartonero se queda con el dinero de unos novios que salen de una costosa boda, y sólo consigue que éste reincida en su picardía, muestra una distancia radical de la versión idílica sobre la infancia difundida por el admirable cineasta iraní Majid Majidi en su deliciosa película “Niños del Cielo”.
Como ocurre siempre en épocas de rígida censura, los artistas apelan a metáforas y símbolos sencillos para expresar su mensaje. Así irrumpe la muchacha de las rosas rojas, denunciando la condición de la mujer iraní. Ella quiere llevarle flores a una activista encarcelada y al llegar a su destino, deja una flor para la niña (el futuro) y otra para los cineastas que siguen haciendo su oficio en Irán. El contraste entre esa flor y la negrura final explota cuando la lectura política se hace más explícita, directa y peligrosa. Pero sobre el plano en negro todavía perdura la memoria de la rosa, apoyada entre las cámaras y el parabrisa, retomando la continuidad de la afirmación de las mil y una formas de expresión y por lo tanto, de esperanza.