El comienzo de Te sigue deja rápidamente en claro que la película lee el terror desde un lugar singular: un distante plano secuencia muestra a una chica asustada que escapa de algo que no alcanzamos a ver. Devorada por el miedo, su papá y una vecina le preguntan qué le pasa; al igual que nosotros, ellos tampoco tienen idea de qué es lo que ocurre. La chica aparece muerta unos planos después sin que el guion revele nada sobre la naturaleza del monstruo; el asesinato incluso es relegado al off y reemplazado por una imagen impresionante del cuerpo destrozado tirado al lado de la playa. La apuesta del director David Robert Mitchell es evidente: invocar las convenciones del género para desmontarlas visiblemente frente al público; la muerte violenta de la víctima sacrificial (una tradicional rubia de ocasión) acá es contada a través de planos largos que juegan a no mostrar el peligro ni el desenlace del encuentro. De a ratos, hablar de cine de terror incluso puede ser un exceso de interpretación: más bien parece que el género se presenta como un eco, como un murmullo que viene desde muy lejos y que resulta apenas audible. No es que no haya escenas con un suspenso marcado, pero se trata de un suspenso distinto, que no descansa sobre el susto, la música estridente o el montaje acelerado. En última instancia, lo que la película sugiere todo el tiempo podría resumirse así: “conozco el terror, y lo conozco tan bien que puedo darme el lujo de desobedecer sus mandatos”. El efecto de novedad, además de en esa primera muerte fuera de campo, surge ya en las primeras escenas, cuando el relato presenta a los jóvenes protagonistas y el grupo no se asemeja en nada al rejunte de estereotipos más comunes del género: no hay nada parecido al nerd, el deportista engreído, la mojigata o la reventada, solo chicos y chicas que pasan el tiempo juntos. Casi todos parecen marcados por una languidez algo triste, como si fueran luces que se extinguen plácidamente en un pueblito del interior. Jay tiene una cita que no la entusiasma mucho, y el resto, falto de cualquier plan propio, espera noticias jugando un juego de mesa a la noche en el porche de una casa. Ese estado de espera, justamente, es para ellos tanto una manera de habitar el mundo como una forma de convivir con la amenaza: la criatura que persigue a Jay se desplaza caminando, por lo que, para escapar, basta con subirse a un auto y manejar en dirección opuesta, y esperar. La entidad no se detendrá, pero al menos se puede ganar tiempo. Del tiempo, de cómo ganarlo y hacerlo durar, también habla la película. Los momentos de conflicto son infinitamente menores y más breves que las pausas y las detenciones; los personajes corren y se defienden bastante menos de lo que se esconden, investigan o traman ideas. Cuando finalmente se les ocurre alguna idea para combatir al monstruo, tienen que sentarse a esperarlo hasta que llegue caminando despacio hacia la víctima, entonces lo aguardan tranquilamente, a veces durante varios días, por ejemplo, en sillas de mimbre en una playa mientras juegan a las cartas, nadan o simplemente descansan. La espera y los tiempos muertos se vuelven recurrentes señalando todo lo que separa a la película de la media del género y su ritmo. Que el director no parece muy interesado tampoco en imitar la topografía genérica más común se hace obvio también en lo despojado y absurdo de la premisa: una suerte de entidad maléfica persigue hasta la muerte a una persona; la única forma de librarse de la amenaza es tener sexo con alguien y “pasársela”. El guion juega con el moralismo del slasher film y del terror adolescente en general, donde al sexo le suele seguir la muerte, y propone esta especie de nuevo espanto slow, capaz de acechar a sus víctimas en cualquier parte y de sembrar el miedo únicamente caminando en línea recta. Descontando el gesto más o menos simple que supone correrse de las prescripciones del género (y que le valió, además de una lluvia de elogios de la crítica, el raro privilegio de ser estrenada en Cannes), el éxito de la película es desparejo: de a ratos, la lentitud exagerada y la calma general, que vienen a ser una suerte de vuelta de tuerca un poco canchera respecto del terror cinematográfico y de su paisaje narrativo bastante más accidentado, acaban por mostrar que los desvíos que realiza el director no siempre lo llevan a buen puerto. Si bien los chicos no presentan los signos rudimentarios de la estereotipia antes mencionada, tampoco poseen el carisma o la fuerza como para adueñarse de la película: se nota que el relato les pesa demasiado, y que ellos, con su abulia y cansancio, no están para cargar sobre sus hombros la historia entera. Sin embargo, esos momentos a veces fallidos le permiten al director dar con algunos destellos de belleza difíciles de hallar en cualquier otra película parecida, como la escena en la que las chicas se refugian en una habitación, bloquean la puerta y duermen todas juntas bañadas apenas por los rayos de luz que entran por la ventana, o cuando el grupo, armado hasta los dientes, espera a la entidad en la pileta: ahí pareciera que el director aprovecha mejor que nunca uno de los escenarios más desaprovechados del terror (la pileta, desde La mujer pantera hasta Let the Right One In, es un espacio terrorífico por excelencia). Habrá que ver si este nuevo horror low key, que ya cuenta con una buena cantidad de fanáticos y un hálito de prestigio poco frecuente, no se vuelve una moda.